Nadie le creyó a Patrick Reed . Incluso, algunos jugadores del PGA Tour hasta se mofaron de él por lo bajo. Aquella declaración de marzo de 2014 fue más propia del boxeo que del golf: “Soy uno de los mejores cinco jugadores del mundo”. Lo dijo con una confianza ciega, después de consagrarse en El Doral y transformarse en el más joven en ganar un torneo de la serie World Golf Championships. Una victoria que entonces lo ascendió hasta el 20º puesto del ranking mundial, pero todavía lejos del top 5.
Aquel irreverente Reed es hoy el campeón del Masters . Un animal competitivo que así como se permitió aquella transgresión en un deporte donde se cuidan las palabras, nunca abandonó esa actitud de mostrarle las garras a quien pretendiera desafiarlo. Cuando logra su máximo nivel, al oriundo de San Antonio hay que arrancarle la presa de las manos. Qué mejor muestra que lo que sucedió en la última vuelta del Augusta National: se entabló una fascinante cacería en toda la dimensión del campo, 7435 yardas de pura acción en donde varios hombres buscaron emboscar al jugador de 27 años decidido a ganar su primer Major. A la manada que lo perseguía le faltaron hoyos para quebrar la ilusión de Reed, cuyos 71 golpes (-1) fueron suficientes para imponerse con 273 (-15).
Este Masters se anticipaba como el más mágico de la historia porque muchas estrellas coincidían en un gran momento golfístico, con triunfos recientes. Solo defraudó en dos puntos: a Tiger Woods le faltó rodaje para llegar mejor y Phil Mickelson no pudo ingresar en la contienda, más allá de que ambos cerraron con vueltas bajo el par; 69 y 67, respectivamente. Del lado argentino, la despedida con mucha frustración de Ángel Cabrera, su peor actuación desde el debut en 2000. Después, entregó el factor principal que se esperaba: el conmovedor esfuerzo de varias figuras dispuestas a arriesgarlo todo, en medio del aroma entremezclado de azaleas y habanos. La gente no podía creer lo que veía, incluso aquellos con su colección de tickets de las tres últimas décadas abrochados a sus camisas. Viejos relatores del torneo no recordaban este circo romano donde unos parecían caer rendidos y de repente se levantaban.
Fuente: La Nación
Recopliación: Martin Eraso