Es difícil leer una novela clásica llevada al cine sin comparar continuamente a los personajes del libro con sus homónimos en la versión cinematográfica. Me ocurrió de una forma descarada con Desayuno en Tiffany’s al ser incapaz de separar el rostro maravilloso de Audrey Hepburn del personaje de ficción Holly Golightly creado por el señor Truman Capote, y de nuevo, con la novela de la escritora estadounidense Harper Lee, Matar a un ruiseñor, no he tenido más opción que rendirme al gran Gregory Peck y su magnífica interpretación del personaje principal de la novela, el abogado Atticus Finch.
A diferencia de lo que recordaba de la película ganadora de varios Oscar, la trama en Matar a un ruiseñor no es una historia racial de blancos y negros en la pequeña ciudad ficticia de Maycomb, condado de Maycomb, Alabama, sino que es una historia de dignidad, amistad, crecimiento y amor.
Contada en primera persona por su protagonista secundaria, una niña de ocho años, Jean Louise Finch, hija del protagonista principal, y a quien todo el mundo conoce en la ciudad como Scout, la novela transcurre durante los años de infancia de la pequeña, de su hermano Jem, algo mayor, y de un niño con el que entablan amistad, el pequeño Dill, que viene de la gran ciudad a pasar los veranos al campo con su tía. Un trío desde el que se proyecta la vida en el condado de Maycomb y ante cuyos ojos pasa la existencia de todos sus habitantes. Trufada de aventuras a lo Huckleberry Finn y dotada de una patina de inocencia propia de la edad, el lector se va acercando a cada personaje, a cada habitante, a cada situación rutinaria de la vida de la ciudad de Maycomb a través de la visión que tienen los tres niños, escondiendo por supuesto entre las letras de la señora Lee muchas más cosas de lo que los propios niños son capaces de ver. No es una fórmula nueva ponernos ante los ojos de un menor como si fueran espejos de feria de esos que devuelven las imágenes distorsionadas y grotescas para hacernos comprender las verdaderas intenciones del autor, pero es un recurso arriesgado si no se consigue hacer con perfección, pues el que más o el que menos, en algún momento hemos sido niños y podemos juzgar con propiedad. Por ejemplo, una novela que supuso un boom literario brutal hace unos pocos años, El niño del pijama de rayas, usa esta misma fórmula, pero a mi modo de ver de una forma absurda, ridícula y esperpéntica, lo que le quita cualquier viso de realidad a la novela, todo lo contrario de lo que consigue la señora Lee.
Y es a través de esos ojos inocentes de Scout que el lector se adentra en el sur de Alabama, donde, y en boca de la propia niña, no hay estaciones bien definidas; el verano flota a la deriva dentro del otoño, y al otoño a veces no lo sigue el invierno, sino que se convierte en una vaga primavera que se funde otra vez en el verano. Allí transcurren las aventuras de los niños y del personaje principal, el abogado Atticus Finch. Son muchas las páginas que deberían llenarse para explicar la personalidad y la fuerza del personaje Atticus Finch, pero a mí la que más me ha llamado la atención no ha sido su rectitud en los tribunales para defender causas perdidas, sino su capacidad para ser padre. Un padre viudo y adelantado a su época que en lugar de ir de caza, jugar al póquer, fumar o beber, como el resto de hombres de Maycomb, se sentaba en la sala y leía. ¿Cómo no voy a admirar a un padre así? Me causó una profunda satisfacción interna leer el capítulo en el que Scout va por primera vez a la escuela y su profesora, al ver que ya sabe leer y escribir por la influencia de su padre, la regaña y la obliga a hacer ver que es imbécil para que pueda seguir con las clases como el resto de niños, así como aprender según ella le vaya enseñando con sus métodos. Me ha maravillado la relación que tienen los niños con el resto de habitantes, y como su padre desmonta a base de razón y buenos sentimientos todas las patrañas que acompañan a cada apellido de un pueblo pequeño.
Hace muchos años, cuando yo tenía cerca de la edad de Scout, mis padres compraron una casa en un pueblo de Catalunya. Un pueblo pequeño en el que cada casa y cada familia andaba asociada a un alias y a una leyenda o historia que todos los miembros de esa familia tenían que arrastrar hasta el fin de sus días. En mi caso particular, la casa que compraron mis padres era can Joan dels duros, la casa de Juan de las monedas, porque el tipo que había vivido allí era tan pobre y miserable que cuando tenía un puñado de monedas se las echaba al bolsillo y las hacía sonar por todo el pueblo para que la gente viera que tocaba dinero. Pues esto mismo, y trasladado a Alabama a mediados del siglo pasado, es lo que viven Scout, Jem y Dill en las calles de Maycomb, la pérdida de la inocencia a través de las vidas y de los hechos de sus habitantes.
Por supuesto, la aventura más importante que viven es el conocido juicio en el que su padre tiene como misión defender a un negro acusado de violar a una chica blanca. Un negro que goza del aprecio de su patrón, de sus vecinos negros, casado, religioso y ejemplo de cómo ha de comportarse un negro, mientras que ella, la que lo acusa de violarlo, es blanca de mala familia, de borrachos, pendencieros y brutos hasta el extremo de calzarse los sombreros a rosca, pero todo el mundo sabe qué le ocurría a un negro señalado por una blanca en esos años, así que no me extenderé demasiado en la parte más racial de la novela. Por eso decía que lo que más me ha gustado ha sido la faceta de padre viudo de Atticus Finch, su rectitud, su capacidad de enfrentar a un mundo que no le agrada y aún así, ser capaz de encontrar en cada habitante de Maycomb esa chispa de bondad que todos los humanos cargamos en nuestros corazones.
“Atticus tenía razón. Una vez nos dijo que uno no conoce de verdad a un hombre hasta que se pone en su pellejo y se mueve como si fuera él”, dice Scout en un momento de la novela.Esta es la magnífica lección que da a sus hijos, y leer cómo los deja crecer, como los vigila a distancia sin intervenir en sus vidas más allá de cuando éstas están en peligro ha sido alentador. Magnífica también la recreación de las damas de Maycomb, las tardes de costura y las conversaciones que en ellas se dan, y maravilloso el personaje del vecino enigmático, del hombre escondido en su pasado y encerrado en su casa y que es un imán para la imaginación de los menores, por cierto, interpretado en la película de 1962 por un joven Robert Duvall, y que genera las más rocambolescas situaciones en la mente inocente de los niños. ¿Quién no ha escuchado historias de vecinos poco sociables en su niñez, y al llegar a adulto sencillamente comprende que eran personas normales que decidieron, por las causas que fueran, encerrarse para no salir jamás?
Para mí Matar a un ruiseñor no es una novela de diferencias entre blancos y negros, ni un retrato de la sociedad sureña estadounidense de los años sesenta, o por lo menos, no es solo eso. Matar a un ruiseñor es un alegato de rectitud, un manual de educación basada en el reconocimiento, el respeto y el amor, y es también una novela maravillosa escrita con una facilidad de letras que me hace sonrojar, en la que la inocencia, la amistad y la esperanza brillan en cada página.
No quisiera cerrar esta reseña sin acercaros a un par de pasajes de la novela.
Atticus Finch, tras asistir a una travesura de sus hijos, los castiga con ir a casa de la damnificada por la travesura, una señora mayor, mala, de lengua viperina y que odia profundamente al propio Atticus, a leerle cada día unas páginas de una novela. Esta es la descripción de la señora en cuestión:
Aquella mujer era horrible. Tenía la cara del color de una funda sucia de almohada, y en las comisuras de su boca brillaba la saliva, que descendía pausadamente, como un glaciar, por las profundas arrugas de su barbilla. Las manchas violáceas de la ancianidad moteaban sus mejillas, y sus pálidos ojos tenían pupilas negras y pequeñas. Tenía las manos nudosas, y las crecidas cutículas cubrían buena parte de las uñas. Su encía inferior no quedaba escondida, y el labio superior lo tenía saliente; cada poco retraía el labio inferior hacia la encía superior estirando la barbilla. Esto hacía que la saliva descendiese más deprisa.Y para acabar, además de recordar que matar un ruiseñor es pecado, quizá sirva esta frase en la propia boca de Atticus Finch para entender al maravilloso personaje creado por Harper Lee: para poder vivir con otras personas tengo que poder vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la conciencia de uno.
Resumen del libro (editorial)
Jean Louise Finch evoca una época de su infancia en Alabama (EE UU), cuando su padre, Atticus, decidió defender ante los tribunales a un hombre negro acusado de violar a una mujer blanca. Matar a un ruiseñor muestra una comunidad dominada por los prejuicios raciales, la desconfianza hacia lo diferente, la rigidez de los vínculos familiares y vecinales. Y con un sistema judicial sin apenas garantías para la población negra. Un auténtico clásico de la literatura estadounidense del siglo XX que ha cautivado a millones de lectores. Obtuvo el Premio Pullitzer en 1961