Revista Cultura y Ocio
Materias de libre competencia y regulación, por Andrés Florit Cento
Publicado el 30 diciembre 2012 por David Pérez Vega @DavidPerezVegEditorial Das Kapital. 103 páginas. 1ª edición de 2011.
A finales de 2011 mi amigo el poeta chileno Leandro Hernández me envió desde Santiago un paquete con libros no editados en España, como la novela Este libro vale un cadáver de Marcelo Lillo, o dos novelas disparatadas de Mario Levrero, que por fin el pasado mes Mondadori (aunque sea en edición de bolsillo) se ha decidido a publicar aquí: Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizoy La banda del ciempiés. En el paquete además incluyó, como regalo de los editores que le publicaron su poemario Umo, varios libros de poesía de Das Kapital. Ya he comentado en el blog que me ocurre algo curioso con la poesía: yo la escribo a veces, y cuando siento que debo escribirla, me parece durante unos meses lo más importante del mundo; durante esos periodos de tiempo además suelo interesarme más por leer poesía, que en cualquier caso (a la vista está en el blog) suele ser para mí una lectura minoritaria. Así que, como ahora estoy más enfrascado en escribir prosa, me he acercado bastante poco a la poesía durante el último año, y mi mala conciencia ante esos libros regalados por Das Kapital, ante esos bonitos libros en ediciones de 300 ejemplares, crecía. Ha sido en noviembre cuando he tomado de la estantería de libros inleídos (la poesía tiene en mi casa su propia balda del Ikea de libros inleídos) este poemario de Andrés Florit Cento (Santiago, 1982), y la verdad es que el resultado ha sido sorprendente: me ha gustado mucho; me ha emocionado incluso que un libro publicado en una edición de 300 ejemplares y escrito por una persona que el momento de la publicación no llegaba a los 30 años pudiera parecerme tan bueno. Chile, como ya sabíamos, es un país de poetas.
El primer verso de Materias de libre competencia y regulación, “No es difícil dominar el arte de perder”, parece toda una declaración de principios. La voz que Andrés Florit elige para este poemario es la de un urbanita desencantado y solitario, que parece conformarse con la observación pacífica de lo que le rodea y que constituye, en todo caso, una realidad en la que no quiere o no puede involucrarse. En cierto modo, hay algo del detenimiento de la poesía oriental en estos versos, como si un poeta de una edad mucho mayor que la del autor dominase su mirada desapegada sobre el mundo. Así, en muchos momentos de los primeros poemas del libro nos encontramos con versos celebrativos sobre lo contemplado, que a pesar de su afirmación no dejan de tener un poso de tristeza: “Estoy absorto / en cosas mínimas y disfruto de la maravillosa lentitud del día” (pág. 7); “Me gusta la hora en la que se encienden las luces / y aún no es de noche” (pág. 9); “Es que me encanta ver las líneas del tranvía y / que el tranvía no pase más” (pág. 14).
La visión inmóvil sobre el paisaje cobra en algunos momentos la intensidad del haiku. Leamos para ilustrar esta idea el poema de la página 73 (sin título, como la mayoría de las composiciones del libro):
Bernarda Morin con Canadá, plaza rodeada de edificios bajos y añosos. Me encanta ser el único que se aburre aquí.
Este restorán que te gustaba tanto porque estaba siempre vacío.
Linda morena de pantalones ajustados: si al menos hubiera andado con mascota. O tu hijita se acercara y conversáramos.
En la página 15 del poemario descubro una de las fuentes de las que brota:
“–La villa Frei es mi Lautaro, mi Ítaca. –¿Y?”
Al hablar de Lautaro, Andrés Florit evoca al gran poeta chileno Jorge Teillier, habitante de la capital que escapaba a su pueblo, Lautaro, cuando podía, para dedicarle casi todos sus versos, para añorar al Lautaro que fue y que el tiempo arrasó. Más adelante, Florit cita a Teillier de forma más explícita.
Quizás el gran acierto del poemario se base en esta idea: el poeta escribe poemas cortos, subdivididos en tres partes, y el lector no conoce la conexión que para él guardan esas tres partes, lo que acrecienta el halo de misterio y evaporación significativa del poema. Leamos algún poema que ilustre el comentario:
Ese temor atávico de que te empujen –o de volverte loco y empujar a alguien– a la línea del metro. Por ejemplo a Jaime Quezada que está con su típica chaqueta café claro y sus lentes oscuras y sus canas un poco más allá.
Ahora déjame cerrar las cortinas para que no me vean el culo mientras te lamo lo más tuyo la inconsciencia.
Yo te decía la verdad pero la verdad cambió.
En algunos poemas una de las tres partes (normalmente la tercera) pasa a ser una cita de otro autor; por ejemplo:
Amante de mí mismo hasta que lleguen amantes mejores.
A veces me tomo los días al seco a veces los demoro como caracol que tarda la noche entera en cruzar la vereda.
“Soy un suicida latente como toda persona respetable. Los patanes no se suicidan ni son alcohólicos”. Teillier.
Después de la contemplación inicial y desgastada del entorno detenido que nos muestra el poeta, el lector empieza a comprender las claves de lo que ocurre en su vida, es decir, en sus versos: el poeta añora a una mujer con la que mantuvo una relación en el pasado, relación extinta, y trata de buscar consuelo mediante la evocación (“Recuerdo la última vez que estuviste / en esta cama y mi sexo escupe al cielo”; pág. 46) o acercándose a otras mujeres, ya sea de una forma real o imaginaria (“Qué rica la flaca de ojos azules y tetas grandes de / ayer con su chaqueta de buzo azul marino a medio / abrir. Su pololo no era mejor que yo.”; pág. 52).
Hacia la mitad del libro los poemas describen un viaje de vacaciones a Valdivia con amigos, personas que suelen quedar desdibujadas ante el doble drama del poeta: su alejamiento de la mujer amada y la incapacidad de comunicarse satisfactoriamente con los que le rodean: “Aburre hacer poemas para que casi todos los / ignoren o arrisquen la nariz. / El amor también aburre” (pág. 40).
En su poemario, Andrés Florit añade también algún componente metaliterario; por ejemplo: “No estoy en el mood de hacer un poema con / cadencia, ritmo, versos largos, que sea evocador / y transporte al que lo lea o escuche a quién sabe / dónde” (pág. 41).
El tono es moderno en su mirada (calles, muchachas en el metro, canciones de Kurt Cobain...) y clásico en el tono (melancolía al estilo de Jorge Teillier o Antonio Machado), pero también, de una forma aparentemente irónica, se juega con un leguaje posmoderno, como por ejemplo el uso de palabras en inglés, como ese “mood” de los versos anteriores; o términos como “sampleo” (pág. 26), propios de la música rap, frente al “cito”, más propio de la literatura.
Como ya apunté al principio de la entrada, Materias de libre competencia y regulación me ha gustado mucho. Me ha parecido un poemario con mucha fuerza, a la vez clásico y de mirada moderna; escrito por un poeta muy joven al que le quedan aún muchas cosas que decir. Es una pena que una literatura de esta calidad se publique en tiradas de 300 ejemplares y que la mayoría de los lectores no vayan a poder tener nunca este poemario en las manos. En todo caso, estimado Andrés Florit, si como a mí mismo también me pasa que aburre hacer poemas para que casi todos los ignoren, que sepas, amigo, que tu libro ha tenido a un lector entusiasta en un lluvioso Madrid otoñal.
Voy a dejar aquí tres poemas más. Elegidos, el primero y el segundo, porque representan el tono general del libro, y el tercero por lo contrario, porque su composición más unitaria lo hace raro dentro del conjunto:
El primero (pág. 70):
“Su orgullo consistía en no orientarse. Ahora es débil y mira el camino”. Canetti
Desayuno de bus: pan y café con pajita en vaso de piscola.
Álamos de carretera. Vale la pena viajar sólo para verlos.
El segundo (pág. 76):
Where the Wild Things Are
Ojalá yo pudiera correr donde viven los monstruos y llegar ahí como la abejita del video de Blind Melon, mar adentro de mí mismo donde nunca fui el rey; con suerte llegué a este páramo, en el que tampoco defiendo a nadie de la tristeza.
Sigo usando las poleras de mi hermano. Cuando él se las ponía tenían onda.
En la plaza me enamoro de la mamá joven que se columpia y me mira. Imposible como la mesera que se repite de bar en bar rostros distintos y siempre la misma.
El tercero (pág. 75):
Working Class Hero
Mis héroes no vinieron a congraciarse con la clase trabajadora. Imposible confundirlos con candidatos a diputado o al Premio Nacional. Sabemos los beneficios de declararse en quiebra, ser rebelde como quien compra los jeans rotos de fábrica. Mis héroes siguen su propia liebre. Y si al público le gusta, mejor pero no se lo ganan disfrazándose de ovejas. Si son lobos atacan. Y si son gatos se largan. Mis héroes no se sienten héroes ni lo son: saben divertirse, no le tienen miedo al pop y dan la vida sin refregárselo a nadie en la cara. Nunca están satisfechos y yo tampoco.
Si la abuela Paulina me hubiera dicho cuando niño “hay que dejar el plato limpio para que mañana sea un día lindo”, quizás hoy no sería así de mañoso y dejaría el plato reluciente como lo deja Omar.
Más que el sueño de la razón, la sobreprotección engendra monstruos.