Salgo de dejar a Monete en el colegio. Otro padre me pregunta por qué no llevo paraguas. El portero, al llegar, me señala que estoy empapada, como si no lo supiera.
Odio los paraguas, prefiero con mucho mojarme. Toda la vida me han mirado con extrañeza por eso. Salvo en una ocasión.
Esa vez, llevaba a Monete al colegio. Iba en su carro, con el protector de lluvia, las botas de agua y el impermeable. Llevábamos paraguas, también. Diluviaba. Pero decidió que quería bajar del carro y llevar él el único paraguas que teníamos. Llegábamos tarde. «Elige tus batallas», pensé.
Así que él iba con sus pasitos diminutos y un paraguas gigantesco un poco por delante de mí, desprotegida bajo la lluvia. Y al menos tres personas se pararon a decirme lo buena madre que era y a señalárselo a él, para que valorase que «no hay nada que una madre no hiciera por su hijo».
Maternidad sacrificada
Si busco estas palabras en Google obtengo casi 300.000 resultados. Por «maternidad y sacrificio», casi dos millones. El discurso, en la mayoría de los casos, es el mismo: criar supone un enorme sacrificio, tras el cual obtenemos una inmensa recompensa que puede resultar muy difícil de ver.
¿Os suena de algo, no?
Parece que nos prometen que las madres iremos al cielo, siempre y cuando nos entreguemos por completo a las necesidades familiares. Nada nuevo bajo el sol, en definitiva.
Hasta que, un buen día, empezamos a hablar de ello. De las madres arrepentidas, de las desobedientes, de las no-madres. Empezamos a hablar de este sacrificio en primera persona. Y entonces llega El Juicio Final. ¡Malas madres!
Mala madre Raquel Sastre por atreverse a decir que esa prometida recompensa luminosa no es suficiente, y que las criaturas necesitan instituciones que las sostengan y no solo madres que se sacrifiquen por ellas. Mala madre la infértil que no se somete a decenas de tratamientos en cualquier condición que le propongan, «tanto no lo desearías». Mala madre la que deja a su criatura en una escuela infantil para irse a trabajar cuando se acaba su permiso en lugar de pedir una excedencia. Mala madre la que sí se queda en casa pero necesita una afición y sale cada día a entrenar, o a lo que buenamente le llene, y lo disfruta.
Malas madres, todas.
El mea culpa y sus consecuencias
Vivimos así cuestionando cada una de nuestras decisiones en un sistema mental totalmente paradójico, porque no hay opción buena: hagamos lo que hagamos, siempre estará mal. Y eso pasa factura.
Creo que la reflexión más completa que he leído al respecto ha sido la de Jacqueline Rose en Madres. Un ensayo sobre la crueldad y el amor.
«La madre tiene que ser noble y estar inmersa en una agonía redentora, tiene que mostrar el sufrimiento del mundo grabado a fuego en la cara, y llevar a cuestas la pesada carga de la desgracia humana, la cual aplaca en nombre de todos nosotros, si bien lo que el dolor de las madres no debe mostrar nunca es la cruda injusticia del mundo en el caos que lo gobierna.»
Jacqueline Rose. Madres. Un ensayo sobre la crueldad y el amor
Una madre abnegada es lo que necesita la sociedad en su conjunto. Quizá nos gusta tanto ver a las madres que se sacrifican porque nos recuerdan que cuidaron de nosotros, que garantizaron nuestra supervivencia cuando más vulnerables éramos.
Pero la abnegación no puede venir siempre de la misma fuente. Ni puede durar toda la vida. Ni siquiera en pos del bien de las criaturas. Porque las criaturas necesitan madres felices, y una madre que se limita a sacrificarse nunca puede ser una madre feliz (salvo, como señala Rose recogiendo a varios psicoanalistas, que esa felicidad venga de alguna herida psíquica profunda que no garantiza un comportamiento mínimamente funcional ni una relación constructiva con su descendencia).
«Si la maternidad te reduce al ser de la especie, queda siempre el peligro, sin embargo, de que llegue una madre y se crea que el bebé es creación suya, su obra; y, de ahí, solo va un paso a considerarlo de su propiedad.»
Jacqueline Rose. Madres. Un ensayo sobre la crueldad y el amor
No podemos tener a las madres encerradas y entregadas; y lamentablemente los datos de este año de pandemia nos demuestran que las dinámicas familiares aún mantienen esa tendencia. No podemos ignorar que la independencia económica (o al menos la búsqueda de este ideal, hoy por hoy quimérico en la mayoría de las familias) es relevante para la seguridad de las personas: sigue siendo un factor que protege de las consecuencias de la violencia de género, por ejemplo.
Y, lo que a veces es más difícil, tenemos que poner sobre la mesa que mientras la crianza sea una cuestión íntima y familiar, sin una presencia en el espacio público, aquellas personas que se entregan a ella sobre cualquier otra actividad desaparecen de la sociedad de los adultos, de los procesos de toma de decisiones. Que no hay espacios de ocio familiares, sino infantiles (con suerte, la combinación «parque+bar», porque así las criaturas juegan y las adultas consumimos). Y que la naturaleza humana no está hecha para una vida aislada, que somos sociales, y que las necesidades reales de una persona adulta incluyen, también, el vínculo con otras.
Las personas necesitamos el espejo de los demás para vernos a nosotras mismas: las madres que se quedan en casa a menudo van sintiendo que se pierden, que dejan de ser individuos, que no tienen una identidad. Pero salir a trabajar (que es la forma de acceso «legítima» a esos contactos adultos) no queda bien… salvo que haya una verdadera necesidad económica o que el trabajo sea penoso: entonces sí, porque ya es una madre coraje que está haciendo todo lo necesario para sacar a su familia adelante.
¿Se puede criar sin sacrificios?
A grandes rasgos, la respuesta es no. Toda decisión conlleva una renuncia. Una tan relevante como la de tener descendencia, más aún.
Ahora, la cuestión es a cuánto hay que renunciar y quién esperamos que asuma esa renuncia. Porque no puede ser siempre la madre biológica. Porque no puede ser que para no hacerlo se encargue otra mujer y sigamos externalizando los trabajos de cuidados en cadenas globales que cargan más a la más precaria.
No puede ser que para ser personas tengamos que ser trabajadoras y que para ser trabajadoras tengamos que destinar el 80% de nuestro tiempo despiertas. Que no exista el derecho a la desconexión, que estén mal vistas las reducciones de jornadas, que sean económicamente insostenibles. Que los empleos sigan el mismo esquema que cuando los trabajos de cuidados para quienes los realizaban estaban garantizados.
Si queremos hablar de autonomía y libertad personal tenemos que dejar espacios para el autocuidado. Esos «individuos» hechos a sí mismos tienen que lavar su ropa, preparar sus comidas, llevar sus agendas, limpiar sus casas y gestionar sus convalecencias cuando enfermen para ser conscientes del tiempo y energía que lleva todo ello. Y dejar de pedir que otra persona lo haga «Por amor o a la fuerza«, como recuerda el título de Morini.
Porque necesitamos madres felices y libres. Ya está bien.
«Una de dos: o reconocemos qué es exactamente lo que les estamos pidiendo a las madres que hagan en el mundo—y por el mundo—, o seguiremos destrozando el mundo y a las propias madres.»
Jacqueline Rose. Madres. Un ensayo sobre la crueldad y el amor