Una de las principales limitaciones que tienen las policías y los cuerpos de seguridad para luchar contra el integrismo es que muchos de sus adeptos, a falta de mejor herramienta, no dudan en inmolarse en mor de sus convicciones, ya sean religiosas, políticas o éticas, y ante esto no hay negociación posible. Los japoneses, durante la Segunda Guerra Mundial, fueron el ejemplo más claro de esta casuística, con los conocidos como kamikazes. Soldados que, atrapados entre la espada del honor ancestral del guerrero samurai y la pared del avance del ejército norteamericano, no dudaron en sacrificarse de forma épica lanzándose contra el enemigo por tierra, mar ( ver Los Kaiten, los kamikazes submarinos japoneses ) y aire cuando vieron la partida perdida. Tal fue el caso del vicealmirante Matome Ugaki, el cual, tras la rendición de Hirohito, hizo caso omiso a su mandato y se lanzó contra las fuerzas yanquis en un viaje sin retorno. Es el conocido como " último kamikaze".
A principios de febrero de 1945, las fuerzas japonesas en el Pacífico, a pesar de luchar contra los aliados como gato panza arriba, veían que la guerra estaba perdida. La imposibilidad de construir barcos, aviones y diferente material de guerra al mismo ritmo que lo hacían sus contrincantes hacía que, a cada día que pasaba, se encontrasen un poco más en desventaja. La dificultad de aplicar novedades tecnológicas en el campo de batalla tal y como estaban haciendo los EE.UU., era un plus de inconveniente que era imposible de superar. En esta situación tan desesperada, en que el código de honor del soldado japonés (el bushido) no observaba la rendición en ningún caso, el lanzar aviones pilotados por pilotos suicidas contra los barcos americanos se vio como la única forma de parar la más que posible intención aliada de invadir Japón.
En esta tesitura, el vicealmirante Matome Ugaki fue encargado por el alto mando nipón de comandar la 5ª flota aérea japonesa, situada en la isla de Kyushu (al sur de Japón) dedicándose desde este punto a enviar centenares de operaciones kamikazes contra la marina norteamericana -sobre todo contra barcos de transporte y portaaviones, que eran especialmente delicados y estratégicos- que se estaba acercando peligrosamente a la isla de Okinawa, a unos 550 km al sur del archipiélago japonés.
Los efectos de estos ataques eran devastadores para los aliados, no tanto a nivel material como psicológico, aunque para quien resultaron catastróficos fueron para los propios japoneses, ya que perdían los aviones y, lo que era peor, los pilotos y su valiosísima experiencia. Una fuerza técnica y humana que era totalmente irremplazable. La toma de Okinawa, la entrada en la guerra de la Unión Soviética y los dos bombazos atómicos acabaron por convencer al emperador Hirohito de que no valía la pena seguir con la guerra, por lo que el 15 de agosto de 1945 a las 12 del mediodía, y tras una declaración radiodifundida, Japón se rindió.
Tras oír el comunicado del emperador, Ugaki, desoyendo el mensaje de Hirohito, decidió que, como no había recibido ninguna comunicación " oficial" obligándole a finalizar los ataques, decidió comandar él mismo un último ataque contra los invasores norteamericanos. Pese a las protestas de sus subalternos, que le reprocharon que tomara tan drástica decisión cuando la posguerra necesitaría de su experiencia y liderazgo, Ugaki se preparó para el ataque, encontrando el apoyo de 22 soldados nipones dispuestos a pilotar sendos 11 biplazas hacia su trágico destino.
De esta forma, Ugaki, vestido de verde oscuro, sin ninguna condecoración ni emblema de su rango y equipado simplemente con unos binoculares y una ceremonial espada corta, se hizo una última honrosa foto y tomó el lugar de un suboficial encargado de la radio en uno de los aviones. El suboficial, un tal Akiyoshi Endo, se enfadó como una mona y se negó a ser dejado en tierra por lo que, encastrados tres en un avión de dos plazas, emprendieron, tras los rituales tradicionales, su última batalla por el honor japonés. Tres de los once aviones volvieron por problemas técnicos y, a las 19.24 h se recibió un último mensaje del bombardero Yokosuka D4Y de Ugaki, en que se informaba de que iniciaba un ataque a un barco americano. Nunca más se supo de ellos.
A la mañana siguiente, una patrulla americana en la isla de Iheya, en Okinawa, descubría los restos de un avión humeante con tres tripulantes muertos, uno de los cuales, vestido de verde oscuro, tenía la cabeza destrozada, le faltaba un brazo y estaba acompañado por una espada corta. No se sabe exactamente qué pasó ya que, durante aquellas horas, la marina estadounidense no documentó ningún ataque kamikaze a sus tropas. Sea como sea, algunas versiones apuntan a que, ante la falta de objetivos a su alcance, intentó impactar contra un transporte de tropas, sin mucho éxito. Los otros siete habrían caído al mar, posiblemente derribados por cazas americanos, aunque no ha quedado documentación al respecto.
Según parece el vicealmirante Ugaki se suicidó no tanto por una cuestión de honor personal -que también- sino por la vergüenza de haber sacrificado la vida de tantos valientes pilotos y no haber sido capaz de conseguir los objetivos propuestos. Sea como sea, Japón resultó derrotada en una guerra en que el fanatismo imperialista y un arcaico modo de concebir la guerra no le dejó más salida que luchar hasta el final. Matome Ugaki, de esta forma, ha quedado para la historia como el último de los kamikazes de la Segunda Guerra Mundial. Kamikazes que, si bien no fueron capaces de dar la vuelta a la tortilla, marcaron con su sacrificio el espíritu de toda la sociedad nipona posterior; convirtiéndose, de rebote, en un ejemplo de abnegación, disciplina y dignidad humanas que jamás ha de volverse a utilizar para hacer el mal, sino para hacer avanzar la humanidad.