En una sala de conferencias llena de estudiantes armados en busca de la revolución socialista, Max Weber pronunció su famosa Política como vocación. Entre las muchas ideas que en esa conferencia manejó estaba la de situar a los partidos políticos como herramientas burocráticas de la democracia. Son ellos quienes hacen las cribas y establecen las cuotas del acceso al poder a través del juego electoral sobre el que se basa la democracia occidental. Entrar en un partido político, por tanto, constituye una especie de oposición estatal que se gana y se pierde a través del tiempo y dedicación que uno esté dispuesto a poner sobre el tapete, algo de oportunidades y un mucho de oportunismo.
Son los partidos, por tanto, una herramienta más de un sistema democrático. Actúan como contenedores de ideas –aunque ahora se éstas se gestionen desde fundaciones y comités de sabios afines- y limitan las posibilidades de cambio, favoreciendo el mantenimiento del statu quo. Por tanto cumplen con la función primordial de generar estabilidad sistémica y, por supuesto, económica. La revolución no llega nunca por parte de los partidos del sistema, sean los que sean.
Sin embargo, en tiempos de crisis –sistémica, económica o política-, los partidos han de saber cumplir con otra de sus funciones, la de regenerar el tejido sistémico y establecer nuevos pactos sociales. Como ya comentamos otro día, los partidos políticos de España aún no han sido capaces de encontrar la tecla para afrontar la crisis económica, transformando ésta en una crisis de legitimidad de las instituciones políticas –incluyendo aquí a administraciones, partidos políticos y actores de la sociedad civil como los sindicatos y las cámaras de comercio.
La semana pasada se publicaba un reportaje que venía a verificar la carencia de legitimidad de los actuales partidos políticos europeos. En el Reino Unido, Francia, Alemania, Polonia y España los ciudadanos y ciudadanas no confían en sus partidos políticos. El estudio, elaborado por diversos periódicos europeos, pone en solfa la necesidad de repensar el concepto de lo político –aunque también podríamos pensar qué tipo de legitimidad y credibilidad le otorgan los ciudadanos europeos a su prensa.
Nos quedamos, por tanto, con una crisis de legitimidad como hace tiempo que no hay ninguna, y unas instituciones que, en origen, eran las encargadas de reelaborar esa legitimidad pero que ahora se muestran desorientadas entre las necesidades macroeconómicas del capitalismo, los compromisos bancarios de sus organizaciones y las necesidades de sus electorados.
En Lituania, hace años que la legitimidad de los partidos se encontró con que alguien había encontrado un camino para sortearla, una puerta de atrás que les funcionó de maravilla. En 2008, un grupo de famosos de la televisión formaron el Tautos Priskélimo Partija, o Partido Nacional de la Resurrección. Este partido, por el que ningún otro actor político, tuvo un éxito arrollador en las elecciones legislativas. Acostumbrados a ver sus rostros cada día, los votantes-telespectadores se decidieron por su ellos antes que por los programas políticos de los partidos tradicionales y obtuvieron 16 escaños en el Seimas, el Parlamento lituano.
Su presencia en la cámara fue fundamental para la formación del nuevo gobierno, obteniendo dos ministerios y una figura aún más fundamental en el marco político lituano, la presidencia del Parlamento. Ésta calló en Arunas Valinskas, presentador estrella de la televisión post-soviética -en esta fotografía le podrán reconocer por ser el que va vestido con la bandera estadounidense. Acostumbrado a repartir millones debido a que presentaba el programa ¿Quién quiere ser millonario?, Arunas decía sentir una paradoja en sí mismo, pues desde su puesto en el Parlamento decidía quien ganaba o perdía millones a diario. Otros miembros particularmente interesantes de dicho partido de famosos lituanos son Rokas Zilinskas, reportero de calle del noticiario lituano y actual presidente de la comisión de energía nuclear de Lituania, Antanas Nedzinskas, ex-concursante de un programa musical de televisión -les dejo una actuación suya-, o el curioso Linas Karalius, líder del grupo musical Zas, de extraños vídeos musicales.
Pero no se asusten. La tendencia de colocar a políticos no profesionales en cargos públicos no es ajena a nuestra cultura occidental. No hablamos de gobernadores de California o presidentes norteamericanos que antes fueron actores, sino de la costumbre que todos los partidos del Estado tienen de colocar a uno o dos famosos que se han reconocido simpatizantes de dicho partido en las listas municipales, autonómicas o incluso generales. Conocidos son los casos de Marta Domínguez, atleta ahora involucrada en casos de dopaje, que fue en las listas del PP por Palencia. O Toni Cantó, que ha decidido figurar en las listas del partido rosa.
Si bien los casos lituano o español no sean comparables, ni tan solo se permite la comparación entre los lituanos y los norteamericanos, es de reseñar el monumental enfado o cuestionamiento de la clase política cuando se sugirió a la tertuliana estrella de los amarillos programas de televisión como candidata a algún cargo público.
Los partidos han sido sobrepasados por la capacidad del marketing para crear de la política un divertimento y transformar la democracia en un concurso de popularidad de ideas vacías y ruedas de prensa sin preguntas. Un reino tan fácil de conquistar para aquél que surja de entre todos ellos y se decida, con determinación, a explicar un proyecto o una idea de país y que, además, se muestre dispuesto a discutirla. Pero, a la vez, también se ha vuelto en un reino de fácil acceso para aquellos pretendidamente simpáticos dominadores de la agenda comunicativa.