Revista Cine

Mayor y menor

Publicado el 14 mayo 2018 por Jesuscortes
La dispersión de la obra de Edgardo Cozarisnky empezó a acentuarse de tal modo hacia finales de la década de los 80, que en muchas de sus filmografías ni siquiera figura "Domenico Scarlatti à Seville", un film hecho para televisión y que forma parte de la serie "Opus", producida por la musicóloga Mildred Clary para la cadena Arte.
Hay por delante una buena labor recopilatoria para quien quiera ver todo lo filmado por Cozarinsky.
Para ese año 1990 en que se une al proyecto de Clary, al menos ya era un poco más fácil para cualquier seguidor de su obra augurar cuál iba a ser la próxima parada de la carrera del cineasta argentino, un desconocido en Europa en los primeros 70 cuando filmó su intrigante debut, "Puntos suspensivos o Esperando a los bárbaros", película desaparecida durante años y que se ha empezado a poder ver unos cuarenta después de su estreno, con lo que ni controvertida pudo ser.
En las dos siguientes décadas Cozarinsky poco a poco fue consolidando su nombre en torno a la investigación, sin rastro de nostalgia, sobre la memoria propia o las vidas de otros y cuanto quedó en él al conocerlas.  Hasta llegar al punto de inflexión que supone su excepcional "Boulevards du crépuscule" (1992), donde en cierto modo Cozarinsky recomienza su andadura y ata definitivamente sus dos pasados, el argentino y el francés, hay de todo en su carrera: un thriller entre Abel Ferrara y Raul Ruiz, "Les apprentis sorciers" (1977) - que no haría mala compañía a un ilustre solitario, "Invasión" de Hugo Santiago -, un primer documental sobre la fascinante figura de Ernst Junger ("La guerre d'un seul homme", 1982, en buena medida borrador del gran "Ernst Junger: journal d'occupation" de 1999), una disquisición sobre la "figura paterna" de tantos cineastas, Jean Cocteau ("Autoportrait d'un inconnu", 1983) o una extraña y discutible aproximación a un cuento de "El Aleph" ("Guerriers et captives", 1990), quizás uno de los más inadaptables de Borges. MAYOR Y MENOR Se percibe que Cozarinsky había llegado a una buena tierra con caminos por delante cuando se contempla "Domenico Scarlatti à Seville", tan provechosa para quedarse como interesante si quería continuar.
No solo en el mimo estático con que filma la música o en las palabras que consigue arrancar para glosarla, también y sobre todo en las imágenes con las que responde.
Las intrincadas sonatas para clavicordio del maestro barroco, interpretadas por uno de sus mayores admiradores, el pianista alemán Christian Zacharias y enfrente un inusitado periplo por una ciudad con una memoria muy débil de los días en que estuvo "tocada" por Bárbara de Braganza y Farinelli, aquella Sevilla para Manoel de Oliveira.
Con lo primero ya bastaría. Zacharias, un erudito entusiasta y simpático, no necesita invocar recitales en palacios ni teatros para enseñar a amar la música de Scarlatti, sino compartirla como surgida de una sinagoga, una mezquita o uno de los varios rincones (que una vez fueron) plácidos de la ciudad en los que reflexiona, se embelesa y trata de hacer comprensibles esos remolinos de notas que suenan completos entre los yesos y las fuentes del Alcázar, aflorando esa sonoridad punzante de cuando la cuerda del piano quiso parecerse a la de la guitarra.
De lo segundo, se ocupa con gusto Cozarinsky, indagando en los alrededores del folklore, que pertenece al presente mientras aún mire atrás y no sea todo tópico. Unas niñas aprendiendo a bailar y tocar los palillos, los bordados de los trajes de luces, los azulejos componiendo vírgenes, un gitano borracho cantándole al río... ni procesiones, ni tablaos, ni sangre en el albero, ni caballos.
Las tres penetrantes miradas, extranjeras, contando como la primera a la de Scarlatti sobre la música española, resultan esclarecedoras e invitan a dejar de pensar que se puede poseer y legar lo que no se conoce.

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