Cuando no hay papel me limpio con el diccionario, literal y literariamente.
A veces, cuando visito a mi madre, solemos pasar tardes enteras viendo fotografías noventosas y cuadernos escolares que ella conserva. Yo me detengo puntualmente en mis cuadernos de primer y segundo grado. Quizá como una suerte de nostalgia, allí es donde me encuentro con el niño que fuí, ese mismo que se cargaba en las reglas de ortografía, pero no como lo hace el adulto que parezco ser, este que presume de rebeldía y forjó una ideología con más complejos que subjetividades, sino que desde otro lugar mas maravilloso: desde la negligencia y la ignorancia, hijas no reconocidas de la libertad de expresión y la vanguardia, ambas lesbianas por naturaleza.
Entonces vuelvo en cada cuaderno a admirar a ese pequeño energúmeno que fui. Un mal apalabrado que escribía la letra hache donde se le cantaba porque confiaba en su silenciosa discreción. Hoy día me considero un perfecto antagónico domesticado a forma y medida y moriría por usar esa caligrafía aunque los psicoanalistas me diagnostiquen psicosis y así dejar de ser este neurótico esperando a que se demuestre lo contrario. Usar la ortografía que me condene, en manos de un docente de literatura, a la reclusión perpetua en un aula escolar del gobierno actual muriendo de frío y hambre. Pero no puedo..
No puedo porque las reglas me pusieron a caminar derechito como se supone. Porque aún sigo confíando en la discreción de la letra hache pero la real academia española juzga a cada libro por su portada y los adeptos de lo que se supone que está bien siguen esas normas para la aceptación y la desvergüenza.
Por eso agradezco cada vez que una duda me pone a hacer equilibrio en el alfabeto, porque es ahi donde vuelvo a encontrarme con el niño que fuí, cada vez que el corrector escribe verdura y media, porque el niño vuelve. Y yo lo miro de reojo, porque el gozar de buena memoria me mantiene conciente de dónde vengo y por eso mismo no corrijo los escritos y los tiro así, fresquitos como pan del día, porque me cago en las reglas ortográficas y porque no hay nada más hermoso que encontrarme con ese niño, ese que creía en las letras hache, ese mismo, el que murió una tarde en una oficina frigida, de este empleo mal pago que es la vida.