(JCR)
Conozco a Aminata desde hace tres años. Ella y su marido llegaron de Malí hace cinco y tras unos años esperanzadores en los que consiguieron trabajo y sus papeles de residencia hace dos años se quedaron sin empleo y actualmente sobreviven como pueden. A esto se añade que ella es diabética y tiene que inyectarse insulina tres veces al día. Con las nuevas reformas anunciadas para la sanidad pública en nuestro país pende sobre ella la espada de Damocles de la incertidumbre de si podrá seguir recibiendo la medicación que la mantiene con vida en el momento en que se queden en situación irregular. Hay cientos de miles de inmigrantes que pueden verse afectados por estas nuevas medidas.
Poco me han sorprendido estas medidas del PP. Muy astutamente, durante la última campaña electoral apenas mencionaron el tema de la inmigración –como sí ocurrió, por ejemplo, durante la campaña de 2008, cuando los mensajes del PP sobre este tema les dieron mala imagen- pero para los que tenemos memoria sabemos que eso formaba parte de su agenda escondida. Durante la campaña electoral de las últimas elecciones en Cataluña, hace año y medio, su candidata a la presidencia de la Generalitat Alicia Camacho dijo muy claramente que sólo los extranjeros en situación legal deberían tener acceso al empadronamiento y la tarjeta sanitaria, una propuesta que gozó del apoyo de la plana mayor de su partido. Ha llegado la hora en que lo van a poner en práctica. Con esta nueva política, las principales víctimas de esta medida serán los inmigrantes más desprotegidos, quienes se quedarán únicamente con derecho a recibir servicios sanitarios de urgencias y de maternidad, lo más básico.
Conozco esta realidad muy de cerca. La que ahora es mi mujer, de nacionalidad ugandesa, estuvo en España en situación irregular durante cuatro meses durante los cuales pudo gozar de los servicios públicos de salud gracias a la política de salud pública que hasta ahora hemos tenido en nuestro país. No quiero ni pensar lo que la hubiera ocurrido si durante ese tiempo hubiera estado sin cobertura sanitaria. Y, el año pasado, cuando vinieron mi suegra y mi cuñada de Uganda para pasar con nosotros tres meses no perdí el tiempo en empadronarlas, apuntarlas a la Seguridad Social y llevarlas a nuestro centro de salud en Madrid para que obtuvieran la tarjeta sanitaria. Durante el tiempo que estuvieron con nosotros mi suegra, que es enferma coronaria, pudo beneficiarse de unos cuidados médicos de calidad y mi cuñada recibió tratamiento para algunas dolencias que arrastraba desde hacía años. Si eso es fomentar el turismo sanitario, entonces soy culpable de hacerlo hecho y sólo puedo decir que ojalá hubiera podido hacerlo con más africanos. Aunque sólo sea para compensarles de todo lo que los europeos les hemos robado y les seguimos robando con leyes comerciales injustas y con el apoyo prestado a dictaduras que les mantienen postrados en la pobreza.
Muy lejos quedan los principios que proclaman que la economía está al servicio del ser humano, axioma que, por cierto, es el corazón de la Doctrina Social de la Iglesia, pero que la misma Iglesia –que da la impresión de no querer ponerse a malas con el PP bajo ningún concepto- no parece esforzarse mucho por defender en público justo cuando tendría que hacerlo con más vigor. Las cosas funcionan hoy exactamente al revés y lo peor de todo es que quienes manejan los mercados y hacen políticas injustas parecen habernos convencido de que así es como deben funcionar las cosas. Nos hemos olvidado de que uno de los derechos fundamentales de la persona es el derecho a la salud, independientemente de que la persona –si es extranjera- esté en situación regular o irregular. Para los extranjeros, tener derecho a la salud dependerá de lo que económicamente puedan producir, lo cual desgraciadamente sorprende poco de un sistema político que valora al ser humano en función de lo útil que resulte pera el engranaje económico capitalista.
No soy ingenuo y sé que desde hace muchos años ha habido muchos extranjeros que han abusado de nuestro sistema público de salud, pero quienes lo han hecho no son precisamente los inmigrantes que vienen de los países más pobres, sino más bien turistas europeos de países ricos que llegan a España, se empadronan, consiguen una tarjeta sanitaria española y con este documento se sacan la tarjeta comunitaria europea para volver a su país y recibir un tratamiento médico por el que después España tiene que pagar la factura, y por el que en circunstancias normales tendrían que haber pagado algo.
Para poder llevar a la práctica estas nuevas medidas el gobierno tendrá que cambiar la Ley de Extranjería (por novena vez). No deja de resultar curioso que desde que esta se promulgó por primera vez en 1985 ha sido la ley española que ha sufrido más reformas (la última en 2010), lo cual dice mucho de cómo cuando vemos amenazado lo nuestro es muy fácil que gobernantes con pocos escrúpulos morales manipulen nuestra mente para hacer que consideremos a los inmigrantes extranjeros más vulnerables como si fueran rivales nuestros que sólo merecen ser castigados con más exclusión.
Me imagino que muy pocos españoles protestarán por esta medida e incluso a la mayoría de la población les parecerá muy bien, de la misma manera que casi nadie ha levantado la voz por los drásticos recortes en cooperación internacional, que han enterrado el pacto por la solidaridad con el compromiso del 0.7% que los partidos políticos suscribieron hace pocos años y de los que nadie se acuerda ya. Lo peor de la crisis es que nos ha cambiado la mentalidad hasta el punto de volvernos injustos e insolidarios con los que están peor que nosotros. Si Aminata no tuviera miedo de hablar en público (comprendámosla, ella y a su marido han perdido ya la cuenta de las veces que les ha parado la policía por la calle para pedirles los papeles) nos diría que por qué para revolver la crisis que han creado los grandes bancos ella tendrá que dejar de recibir la medicación que la mantiene con vida.