Lo he comentado en más de una ocasión: soy una persona muy nerviosa.
Como siempre he sido así, he ido desarrollando varias técnicas para canalizar los nervios y en muchas situaciones no sólo no tengo problema con ellos sino que incluso me ayudan. Trabajar bajo presión no me supone ningún problema, sino que estimula mi creatividad y me hace ser más rápida y eficiente.
Pero en otras facetas de la vida, reconozco que me estreso sin motivo y los nervios acaban dejándome desecha. Una de esas situaciones es cuando vamos a salir a pasar un rato fuera con el niño. Me pongo muy nerviosa y de mal humor. No sé si es por la planificación que requiere preparar el bolso del carrito, anticipar lo que voy a necesitar tanto para alimentarle como para cambiarle, o los nervios que se me ponen de pensar que quizá en la calle se ponga a chillar, a llorar, tenga frío o calor, sueño... Para cuando llegamos al coche normalmente ya voy discutiendo con mi marido por no compartir mi estado de nervios. No hablemos ya si cuando arrancamos me doy cuenta de que me he olvidado de algo, casi siempre, del babero.
Una vez donde hayamos ido, por regla general no lo disfruto demasiado. Estoy en tensión, esperando que en cualquier momento algo se tuerza. Y eso que mi hijo se comporta muy bien fuera de casa y sólo una vez nos tuvimos que volver nada más llegar porque no paraba de llorar. Miro a mi alrededor y veo a esos padres impasibles que van con sus hijos hechos unas fieras o llorando a pleno pulmón y me encantaría, por un rato, ser uno de ellos.
Así que para mi, ver tiendas con el niño es casi imposible. O comer a gusto. Por muy tranquilo que esté, no me puedo concentrar en nada, salvo que se haya dormido, algo bastante improbable con las ganas que tiene de descubrir el mundo.
Creo que todo esto explica por qué estoy tan cansada al final del día. No es tanto por el esfuerzo físico sino por cómo me agotan los nervios. ¡Qué rabia ser así!.