Revista Cultura y Ocio
Anoche vi Shane, Raíces profundas. Hacía un par de años que no lo hacía, y antes quizá veinte más. La primera vez la programó la solemne y única Televisión Española en horario de tarde y brasero. Igual hasta llovía. Así aprendí yo a ver cine: a amarlo. Recuerdo tardes enormes con Oliver Twist o Ben-Hur o David Coppefield. Nada de eso queda ya para la chiquillería y la juventud de hoy cuyos héroes son de metal o del manga japonés y se lo administran a través de descargas ilícitas o pagando en los establecimientos del ramo. Dejo caer la idea de que ya no existe una educación pública del cine. Todo lo ha emponzoñado el mercado. A todo se lo mide por la vara de la caja. En todo se establecen fieros mecanismos de ajuste. Uno veía (sigue por la misma cuerda) lo que el programador programaba (valga el bucle fonético). Mi avituallamiento de películas dependía enteramente de los demás al carecer de vídeo (vhs, beta, 2000, palabras ya en desconocidas para estas generaciones que viven del blue ray y del disco duro, del dropbox o del wifi ) o de no poder ir al cine de pantalla grande siempre que quería. Estos son otros tiempos. uno ve lo que quiere, hasta cierto punto. Se alquila o se compra o lo da un canal de cable o satélite a horarios asequibles y repetidamente. Sirva toda esta perorata sentimental para ubicar Shane en el contexto que quiero: Shane es la película de la infancia o, al menos, de la mía. Yo era el niño rubio de la granja de Alabama cuyos padres, honrados y buenos a más no poder, no pueden con la tiranía de un cacique barbudo y grasiento que quiere echarles para que sus vacas pasten más plácidamente. Yo era el niño fascinado por el lenguaje de las armas que forja su identidad con la épica del pistolero retirado y errático que busca también su identidad en la mirada inocente del niño. Juego recíproco, cómplice, bellísimo. Yo sigo siendo el niño sentado en la valla, lamentando la sospecha de que el héroe tenga que partir. Ahora que no tengo héroes (no como entonces) no sé qué lamento. O sí lo sé, y eso hace que el lamento sea más doloroso.
Entonces yo no escudriñaba el cine: no buscaba códigos y lenguajes ocultos, señas de autor y tres pies al gato de la fotografía. Nada de eso importaba: lo que primaba era la historia, que debía estar bien contada. El escudriñe actual obedece a razones que, bien miradas, detesto. La cultura también lo emponzoña todo. Hay un veneno que lo cubre todo y no te deja contemplar las cosas con la pureza de las primeras veces. No vi yo a William Manning en el personaje del pistolero de Alan Ladd. Sí, el Manning de Sin perdón que, por otra parte, todavía no existía. No reconocía la semilla infinita de John Ford porque simplemente no había visto La diligencia o Centauros del desierto, pero advertí que aquel final era, por necesidad, un final de mucha altura: ahí estaba el niño y su héroe, despidiéndose, después de que Wilson, un Jack Palance indescriptible (el mercenario contratado para que la sangre vertida espante a los voluntariosos colonos reacios a irse) hubiese sido abatido por la más rápida pistola de Shane, al que no volvería a ver nunca. Al cine lo están despojando de lo que es más acendradamente suyo: la fascinación del ritual que produce. No vamos al cine, no le damos al hecho de ver una película la fiesta de antaño. Se está perdiendo la sensación de que algo maravilloso se produce cuando la sala se oscurece o cuando en la pantalla pequeña salen los títulos de crédito y uno se arrebuja en el sofá y piensa que el mundo es perfecto durante un par de horas. Será que ya no es perfecto ni siquiera en esos trozos. Será que el perdido, el contaminado, el irremediablemente sacrificado, soy yo y solo me queda (ay) esta crónica para liberar mi desencanto un poco. En fin, qué bonito es el cine. Qué bonita es Alabama.