Por Hogaradas
Me gustan los chicles, sobre todo aquellos de antes, dulces, enormes y con los que conseguíamos hacer aquellas bolas con las que podíamos competir con nuestros amigos para ver quién era capaz de hacer la más grande.
Hace ańos ya que aquellos chicles han pasado a la historia y ahora son los sin azúcar los que siempre suelo tener a mano, pero aún así continúo disfrutando de sus diferentes sabores, tanto de los originales de toda la vida como de las múltiples variedades que combinando diferentes frutas hay en el mercado.
Pero no suelo mascar chicle a diario, ni en todo momento, ni públicamente, mi relación con esta deliciosa goma de mascar se limita casi siempre a los momentos posteriores a las comidas, utilizándola sobre todo en esos instantes en los que mi mente me pide más y mi razón me dice que ya estuvo bien, así que nada mejor que recurrir al cepillo y la pasta de dientes para posteriormente mascar un chicle de menta, clorofila, hierbabuena… ese que conseguirá que tus papilas gustativas se centren en su sabor para que tu mente descarte completamente la posibilidad de llevar ningún otro alimento a la boca.
Al igual que me sucede con casi todo, me gusta variar, en marcas, en formatos, en sabores; por mucho que me haya gustado un chicle siempre acabo cayendo en la tentación de probar otro, me aburre ver siempre el mismo envase, descubrir el mismo sabor, necesito nuevas sensaciones y motivos diferentes, al igual que me sucede con los champús, el gel de bańo, las lociones corporales… siempre siento necesidad de que mi vista se encuentre con algo diferente, que mi olfato descubra nuevos olores.
Ayer, después de la cena, la cual recuerdo muy gratamente pero dándome todavía golpes de pecho por haber cometido semejante exceso, mi mente viajó sin mi permiso hacia un bote que tengo en la cocina, encima de un pequeńo armario, siempre lleno de galletas, también variadas, de diferentes formas y de distintos sabores. Por un momento casi dejo que mi cuerpo la siguiera para adentrarme en el maravilloso mundo del azúcar, pero en ese mismo instante en el que estaba a punto de caer en la tentación allí estaban ellos, en su caja verde, esperándome para salvarme de la desazón que hoy me habría producido el doble banquete, así que cogí un par de ellos, en este caso tocaba la menta, y superé el momento goloso inapropiado y totalmente innecesario.
Masca que te mascarás y viendo que la televisión no me interesaba lo más mínimo, decidí acostarme para dedicar un rato a la lectura, y mientras me perdía entre las páginas del libro Carlos entró en la habitación y a la salida pronunció la frase mágica: żdónde vas a pegar el chicle hoy? Bendita complicidad que me hizo reír a carcajadas, porque efectivamente, al finalizar el momento “chicle” su destino sería irremediablemente algún lugar cercano del que esta mańana, como así ha sido lo retiraría.
La convivencia tiene cosas buenas y malas, momentos altos y bajos, y sobre todo, un montón de pequeńos detalles, como éste, con el que me sentí descubierta como una nińa cuando hace una travesura, pero que me dejó el delicioso sabor de la complicidad de las cosas más pequeńas, tan pequeńas y sencillas como la historia de este chicle.