Eduardo Souto de Moura: "Una vez dije que era arquitecto para hacer el trabajo que Dios dejó sin terminar
por descansar el domingo, para rectificar su trabajo. Si hizo un río,
le faltó crear el puente; si nos hizo frágiles, le faltó el refugio. Lo
dije un poco por decir, ni siquiera soy creyente, pero pusieron la frase
de titular en un periódico y mi madre se enfadó conmigo". "A la parte
noble de la arquitectura le dedico los sábados y domingos. El resto,
reuniones, más reuniones y problemas. Me hubiera gustado pasar más
tiempo con mi familia, pero bueno. Mi mujer también es arquitecta. Y dos
hijas mías lo son, aunque nunca les insistí. Ahora me dan, ¿cómo dicen
en España? ¿mucha caña? No paran de criticarme". "Vivo en un barrio
moderno, en una casa con jardín, un poco apartado de Oporto. Se ve el
río en el momento de llegar al mar. El centro me encanta, ir, tomar un
vino. Pero no querría vivir allí".
Más: "Me gusta Chicago, porque es como un caleidoscopio con los canales y
las luces reflejadas de los rascacielos. Me gustan São Paulo, Roma y
Lisboa. Y Oporto para vivir". "En el estudio somos 30 personas. Y eso ya
es casi demasiado". "Fui a Atenas y no sé cómo, me colé en una zona
junto al Partenón en la que no debía entrar. Ahí pensé: si ahora viene
el diablo, le vendo mi alma si me deja meter mano. Así que me puse: ¿le
daría más altura? No, está bien así. ¿Meto otro cuerpo? No. ¿Más fondo?
No. ¿Las gradas? No. Es perfecto. No vendí mi alma".
Un año después de recibir el Premio Pritzker, Souto de Moura (Oporto,
1952) llegó el jueves a Pamplona para participar en el II Congreso que
organiza la Fundación Arquitectura y Sociedad, en el que también han
intervenido Norman Foster y Rafael Moneo, entre otros. Debía haber
conversado allí con su maestro, amigo y vecino Álvaro Siza, pero éste
canceló el viaje por culpa de una caída. "Se ha roto el brazo, pero ya
dibuja con la izquierda. Yo lo llevo peor, porque la escalera por la que cayó la hice yo".
Pregunta.- ¿Cómo le ha ido el año del Pritzker? ¿Se ha hecho rico?
Respuesta.- Rico no. Me
invitan a cafés y la gente me saluda y me da las gracias porque el
Pritzker fue la única buena noticia que recibimos en Portugal en todo el
año pasado. Al principio tampoco lo valoraron tanto, pero cuando vieron
a Obama en la ceremonia de entrega... Eso les impresionó. Mis colegas
me toman el pelo. Si hay que reclamar algo a la Administración, dicen:
"Que lo haga Eduardo, que es Pritzker y no le dirán nada". Pero, por eso
mismo, la Administración no me pasa una.
P.- ¿Y los clientes?
R.- Yo eso ya lo vi cuando Siza ganó el premio, hay mucha hipocresía:
mucho premio, mucho homenaje, pero los clientes son los mismos, con más
prisas y más presiones cada vez. Ahora hay muy poco trabajo y el que
hay es en condiciones increíbles.
P.- ¿Recuerda un momento en el que, de estudiante, pudo intuir que iba a ser un arquitecto importante?
R.- No, nunca. Ni
siquiera era de los buenos de mi clase. Tenía tantas dudas que los
primeros años después de licenciarme los pasé dando clase en Filosofía.
Veía con desdén la práctica, hasta que la descubrí. Y que conste que
sigo teniendo las mismas dudas, cada vez más, porque hay más problemas a
los que responder.
P.- Pero le ha ido bien.
R.- Trabajo mucho.
Entiendo que esto no es un oficio, sino una manera de vivir incompatible
con cosas como ir al cine cada tarde o pasar dos meses de vacaciones.
P.- Y ahora, cuando da clase, ¿qué idea intenta transmitir?
R.- Que todo es difícil y
que la cuestión es superar las dificultades. Soy paciente con sus
errores si veo que encaran las dificultades. También les enseño que hay
que cambiar. Cambiar de sitio, por ejemplo. En Portugal y en España no hay trabajo; pues habrá que marcharse.
P.- ¿Y en qué consisten las satisfacciones que le da su trabajo?
R.- El metro de Oporto,
por ejemplo. Lo utilizan millones de personas y está limpio, nadie hace
pintadas. Eso significa algo. No había nada y ahora hay algo, la vida de
las personas que lo usan ha mejorado. Uno se siente útil, piensa que ha
contribuido a que la gente viva mejor.
P.- ¿Suele mantener el trato con la gente que habita sus proyectos? En las casas por ejemplo
R.- Con las casas he perdido algún amigo. Es difícil, el arquitecto de tu casa entra en tu intimidad,
como los médicos y los curas. Y cuando yo proyecto no puedo hacer una
cosa con la que no estoy de acuerdo. Parto de pensar en casas que
podrían ser buenas para mí, en las que yo quisiera vivir. Y si no puede
ser, prefiero dejar el proyecto.
P.- ¿Se divierte con su trabajo?
R.- No me gusta nada la arquitectura como juego, las decisiones banales. Pero sí que intento divertirme, incluir pequeñas ironías en el dibujo,
pequeños delitos. Sorprender, no hacer siempre lo que se espera de uno,
hacer como Miles Davis... La vida no debería ser una cosa tan seria
como para no poder sorprendernos.
P.- ¿Y las insatisfacciones?
R.- Hay una cosa horrible en este trabajo: cuando te equivocas es imposible esconderlo.
Todos los días, miles de personas pasarán delante de esa estación de
metro que está mal resuelta. No tiene solución. Es insoportable. Y por
eso hay que trabajar tanto, quedarte sin vacaciones. Probar y volver a
probar los materiales y las escalas. La escala es una intuición, pero
hay que trabajar en ella. Un gato no es un tigre pequeño.
P.- ¿Y qué es equivocarse?
R.- Hay una frase de Rafael Moneo. En el proyecto, al principio, todas las decisiones son arbitrarias. Nuestra obligación es darle un sentido a esas arbitrariedades.
P.- Cuando lee que alguien usa la palabra poesía para describir su trabajo, ¿se siente cómodo?
R.- No me reconozco
mucho. Desde luego que no proyecto pensando en lo poético, aunque
supongo que un escritor tampoco piensa en la belleza; él escribe y que
la poesía y la belleza sean algo que aparece. Si las busca expresamente,
va mal. Pero sí que encuentro poéticos los proyectos de otros colegas.
La arquitectura no es un arte que se justifique en sí mismo, es un arte
social, pero sí tiene que ver con las emociones y con los mensajes.
P.- ¿Le molesta tanta literatura sobre arquitectura?
R.- Hay muchísimas
revistas, muchísimas imágenes, demasiadas. Por un lado, cada vez sé más
qué arquitectura me interesa conocer, no me distraigo. Pero por el otro,
soy menos intolerante que de joven. Hay arquitecturas que no tienen que
ver con lo que hago, pero que ahora soy capaz de apreciar mejor. Alvar
Aalto, por ejemplo. Supongo que eso tiene que ver con que el minimalismo se ha convertido en lo contrario de lo que tenía que ser, algo snob y molesto.
P.- ¿Se enfada con la arquitectura mala, cuando da una vuelta en coche y ve proyectos que le disgustan?
R.- Me enfado mucho con la arquitectura con apellidos.
"Arquitectura inteligente", como si los demás fuéramos estúpidos desde
los griegos hasta hace tres años. O "arquitectura sostenible", como si
hubiera que tirar las cátedrales góticas.
Es jueves por la tarde. Al cabo de una hora y cuarto de charla, Souto de
Moura cae en que la selección de fútbol de Portugal está a punto de
empezar su partido contra la República Checa. "Tenemos que encontrar un
televisor por aquí".
P.- ¿Le divierte el fútbol?
R.- Sí.
P.- ¿Qué equipo le gusta?
R.- Aunque soy de Oporto, de pequeño me gustaba el Benfica y eso te acompaña siempre. Pero ahora me encanta el Braga.
P.- ¡Por el estadio!
R.- Sí. Además, les va
bien. Aquello fue una intuición, vi el solar, vi la montaña y pensé: un
anfiteatro romano. Será la idea más clara que he tenido en mi vida.
Después, hubo que hacer las dos gradas: 15.000 asientos a este lado,
15.000 al otro. Y, sobre todo, hacer sitio para las cámaras. Eso fue un
calvario. Yo no sé si la gente es consciente de que los estadios son
platós... Las luces, por ejemplo. Da igual si deslumbran al portero.
Importa que queden bien en la televisión.(Luis Alemany.elmundo.es)