[COLUMNA PUBLICADA ORIGINALMENTE EN LA EDICIÓN DEL JUEVES 21 DE JUNIO EN EL DIARIO PUBLIMETRO]
Varios casos han llamado la atención mediática en las últimas semanas. Los colombianos han sido, tal vez, sobre expuestos a episodios que se han convertido en emblemáticos de la ocupación de la justicia: el asesinato del joven Luis Andrés Colmenares se ha transformado en una novela con capítulos que son seguidos por cualquiera de los canales privados; el juicio a los Nule; la captura y juicio a Javier Velasco por la violación, empalamiento y homicidio de Rosa Elvira Cely, y la voz y la nariz de Sigifredo López…
Sin duda todos esos casos son ‘taquilleros’ porque además dejan develar grandes problemas de fondo: corrupción en el sector público, inseguridad en los parques, terrorismo…
Solo en los últimos días nos hemos enterado de otros dos casos tan lamentables como interesantes: el absurdo asesinato del abogado Juan Guillermo Gómez por robarle un celular y la captura de Léder Correa por el robo de “un cubo de caldo de gallina”. En el primer caso, por lo menos los delincuentes están en poder de la justicia y seguramente les será difícil escapar.
Pero el caso que me ha llamado la atención es el incidente en un almacén de cadena en Cali que ha sido ampliamente cubierto por los medios de todo el país. Según las primeras versiones que trascendieron, un humilde campesino, desplazado por la violencia, se habría robado “un” cubo de caldo para saciar su hambre.
El defensor, hábilmente salió a los medios para insistir en un “delito famélico” y el almacén quedó como el villano de la película al poner a un abogado a que intentara encarcelar al individuo. La resistencia de la opinión fue mayúscula cuando trascendió que la pena que podría pagar estaba entre seis y ocho años de prisión. Y justo ese mismo día, la condena proferida contra los hermanos Nule ascendía a solo 14 años, luego de comprobarse incontables perjurios contra el patrimonio del Distrito y de la Nación.
La batida en redes sociales implicó la inevitable comparación de los dos casos. Lo que nunca fue proporcionalmente explicado, salvo por el diario El País, de Cali, es que el hombre en realidad había hurtado cinco cajas del producto, que tenía antecedentes penales por hurto agravado y porte ilegal de armas.
Algo me dejó perplejo: la incapacidad que tenemos como sociedad para admitir que un delito menor es, en todo caso, un delito. La ‘cultura del atajo’ en la que vivimos flexibiliza nuestra tolerancia contra los pequeños robos, se le aplaude al menor de edad que logra salir del almacén con unos dulces o que hace trampa en el examen de su colegio. Ser “vivo” es la regla y el que no lo es en ese sentido, es un bobo y merece que le pase todo lo malo.
Obviamente, la comparación con el caso de los Nule hace ver a este como una nimiedad, pero deja entrever lo que entendemos como justicia. A decir verdad, si el robo de ese hombre hubiese sido solo de un cubo, también hemos debido condenar el hecho por desleal e ilegal. No debemos ser tolerantes frente a cualquier delito. Finalmente, la ética no negocia cantidades y con ese tipo de delitos, sumados al año, se pierden miles de empleos. A todos nos debería importar un cubo.