Me preguntan que dónde encuentro la motivación. Respondo.

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Nada me produce más ganas de trabajar que estar con pobres.

Pobres de mente, tranquilo. Todo mi respeto a la gente sin dinero.

Cutres, funcionarios, llorones.

Los que creen en las clases, los que buscan estabilidad, los que hablan de precariedad.

Los que comentan los precios de los bares.

Es verles discutir de seguridad, de dinero, de horarios, de servidumbres y que me entren unas ganas tremendas de trabajar.

De llamar, de ir, de reunirme, de cerrar, de cobrar, de ganar. De moverme. De arriesgar, joder.

En esos momentos soy tan consciente de que la vida es todo lo contrario a lo que esa gente hace que te juro que montaría algo allí mismo.

Empezaría de nuevo cien veces. Me lo jugaría todo a una carta.

Coño qué ganas.

De de pelear, de vender. Y de hacer flexiones.

Ducha fría, 100 flexiones y juntar todo lo que tuviera, contarlo cuidadosamente y ponerlo a una carta.

Y ganaría, porque el destino me recompensaría, pero si perdiera volvería a empezar de cero.

Y vería con una sonrisa cómo lo pierdo todo.

Y volvería a empezar.

En pelotas. Sin armas. Con los puños desnudos.

Y si me entrara el menor desánimo me acordaría de esta gente. Reproduciría sus conversaciones en mi cabeza y ganaría la energía para empezar cien veces más esa misma tarde.

Cada pregunta absurda, cada reflexion vital. Cada queja, cada lloro, cada síntoma de pleitesía.

Uf.

Me crezco entre perdedores porque me doy cuenta de lo fácil que es todo.

Ufff.

Qué gran verano.
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