Revista Cine

Me voy

Publicado el 08 julio 2010 por Ventura

Advertencia: Antes de leer este texto sería conveniente repasar La aventura (Michelangelo Antonioni, 1960), Alicia en las ciudades (Win Wenders, 1973) y Liverpool (Lisandro Alonso, 2008)

…yo no necesito hablar para expresar una emoción,

me basta solo con mirar… (Lori Meyers)

Estoy sentado delante de una mesa en un local de las afueras de una ciudad portuaria. La ilumina una luz tenue y como música de fondo suena Love will tear us apart again. Entorno a ella he logrado reunir, tras rescatarles del lugar en fuera de campo donde fueron a parar, a tres personajes que abandonaron sus películas mucho antes de que su metraje concluyera. Sin mostrar mucho entusiasmo han aceptado explicarnos las razones de su extraño comportamiento. Como en los grandes westerns, tengo la sensación de que llego tarde al momento en que comienza la conversación.

Anna posa sobre la mesa la copa Martini de la que acaba de tomar un trago. Es la primera en romper el hielo. “Me fui de La aventura porque ya no soportaba más a Sandro y la superficialidad en que habíamos convertido nuestra relación dentro de un mundo basado en el juego de las apariencias”. Lisa, la madre que deja abandonada a su hija en Alicia en las ciudades, sostiene una cerveza en la mano derecha mientras con la izquierda apaga en un cenicero el cigarro al que acaba de dar la última calada. “Yo por el contrario me fui para arreglar la relación con el hombre al que se seguí a EE.UU. Debía tomar una distancia para obtener una nueva perspectiva desde la que redirigir la relación. Realmente estuve en fuera de campo mientras me visteis en la pantalla”. Farrel ya va por su tercera cerveza. Vierte en ella parte del vodka que lleva en su petaca. Su mirada continúa apuntando al vacío. “Siendo justos, yo no me fui. Dije que me marchaba. Lisandro estaba sobre aviso y decidió no seguirme más. De todas formas creo que el llavero que regalé a Analina debía haber bastado para seguir estando presente en Liverpool

El gesto ejecutado por Michelangelo Antonioni en 1960 venía a romper sin ningún tipo de nostalgia con todo el pasado cinematográfico que tenía detrás.  Mientras las nuevas olas europeas eran incapaces de llevar a cabo una verdadera ruptura con la tradición al quedar atrapadas en las redes del fetichismo mitómano, Antonioni instauraba la verdadera modernidad abandonando lo que hasta ese momento se entendía como relato principal: la relación entre Sandro y Anna.  Win Wenders nunca creyó en las olas ni le hizo mucha gracia que le encasillaran de esa manera. Declarándose heredero de la tradición cinematográfica americana, su gesto puesto en forma en 1973 buscaba recolocarse en un nuevo espacio desde el que a mirar al mito sin quedar cegado por él. Todavía no era el momento de intentar realizar cine en la forma de una época irrepetible. Así que su ruptura dejaba claro – con el rencuentro indicado en fuera de campo –la promesa de una reconciliación futura.  Lisandro Alonso aparece en la edad del cine donde lo último de lo que se puede prescindir de una puesta escena tradicional son los actores que conducen las historias o lo que ha quedado de ellas. Sin embargo, el objetivo de la renuncia a Farrel es reconciliador. Lisandro se queda en el espacio que quedó abierto en un tiempo pretérito para recibir toda esa memoria cinematográfica desechada. De esta manera Lisandro se reconcilia con todo lo olvidado quedándose en el espacio abandonado por segunda vez por Farrel para que aparezca en él todos los reflujos de memoria del cine y de la propia película.

“Bueno, yo me voy”. Farrel se levanta de la mesa dirigiéndose hacia la puerta del local. Anna y Lisa se despiden con desgana. Tampoco le han prestado demasiada atención durante la conversación. Aunque hoy tenía posibilidades de no dormir solo, decido seguir a Farrel. Me despido de las chicas mientras se quedan hablando de sus problemas amorosos. Al mimo tiempo que salgo por la puerta Anna me guiña un ojo, y me lamento porque además comienza a sonar Venus in furs.

Me voy

El paseo.

Es de noche. Camino por una calle desierta y mal iluminada pocos metros detrás de Farrel. Si soplará con más fuerza el viento estaría dentro de un plano-paseo a lo Bela Tarr. Aprieto el paso y me coloco junto a él como en un encuadre de Rohmer por las calles de Paris. Le miro de reojo pero no se me ocurre que decir para continuar con la conversación “Antes de que me preguntes te diré que lo menos importante de mi historia es lo pasó en el lugar del que me fui, sino que me fui.” Ni siquiera ha girado la cabeza para decirme esto. Su mirada sigue perdida en un horizonte que solo él conoce.  “La primera renuncia es irreparable. Sin darte cuenta la vas sumando más y más renuncias hasta que ya no encuentras ningún sitio en el que estar a gusto,  en el que sentirte reconocido. Y mucho menos intentar entablar algún tipo de relación. Así que te comportas igual en todos los lugares por los que transitas. Todo tiene el mismo relieve, nada te resulta excepcional y solo encuentras salida en un desplazamiento perpetuo que convierta al propio movimiento en un mecanismo de olvido de todo el pasado que has dejado abierto.” Supe que este hombre estaba herido mucho antes de esta confesión, cuando le vi comer y beber solo. Creo que no existe mejor  imagen para describir lo que es la desolación. “Pero cuando crees que ya has tocado fondo, siempre te puedes hundir un poco más. Como cuando delegas ese movimiento, que es lo único propio que te queda, a un barco a la deriva. Otra prótesis más con la que eludir tu responsabilidad”

Decido desviar el rumbo de la conversación y le alabo por haber intentado arreglar su vida con su regreso frustrado al hogar materno. “Volver al origen es morir. Si con tu marcha has dejado todo roto, es imposible arreglarlo tantos años después. Ni siquiera la ilusión del cine clásico pudo. Que le hubieran preguntado a John Wayne” La siguiente pregunta es evidente. “Vine para morir. Me llevé todas mis pertenencias del barco para regresar al lugar donde fui feliz por última vez. Mi viaje fue la última mirada al espacio donde ese sentimiento quedó suspendido en el tiempo. Después de hacerlo decidí marchar hacia el horizonte para morir como los pingüinos de la película de Herzog[1]. Pero al llegar allí sentí que no podía hacerlo. El miedo pudo conmigo…otra vez. Así que regresé al puerto, recogí la bolsa que dejé escondida en unos escombros y subí al barco como si nada hubiese pasado” Se me ocurre que quizás Lisandro decidió no seguirle como un gesto de respeto – más que de rechazo – hacia su persona y su aparente pasividad ante la vida.

Llegamos al espigón donde está atracado el barco de Farrel. Mi último cartucho lo utilizo para conocer el origen del famoso llavero “Tampoco es importante lo que di, sino que pude dar. No te puedes imaginar lo que supuso ese momento para mí. Desde que me fui por primera vez no he tenido ninguna oportunidad de intercambiar ni objetos ni palabras con alguien. Así que lo importante fue la transmisión, que ese objeto pudo crear mi primer vínculo con alguien en muchos años” Le pregunto si tenía alguna otra cosa que dar, aparte de ese llavero. “No se si has escuchado una canción de Paulina Rubio que dice algo así como que no hay rosas ni juguetes que paguen por mi amor. Esa frase me encanta, porque cuando estuve frente a Analina me encontré a una chica que no es niña pero que tampoco es mujer. Al marguen de su discapacidad. ¿Qué regalar a alguien que no es más una contingencia?” Farrel se detiene por un instante antes de subir por la pasarela de embarque. “Bueno, yo me voy”

Me voy

El espacio de lo manifiesto.

He dormido en un autobús abandonado porque no he encontrado uno de esos locales que no tienen cafetera para pasar la noche. En estos momentos me dispongo a subir a un camión que se dirige hacia el lugar donde nació Farrel. Agradezco al conductor que me deje sentarme a su lado. Me distraigo con  el paisaje nevado y se me ocurre que si Farrel hubiera sido el protagonista de una película de Antonioni la imposibilidad de otorgarle un relieve psicológico con un relato sería superada por el simbolismo del paisaje. Si estuviéramos en una película de Wenders ese paisaje nos cegaría como el sol del desierto y deberíamos alejarnos una cierta distancia para que su simbolismo apareciera  en la narración de su propia búsqueda. Sin embargo, en la película de Lisandro Alonso no encontramos ninguna certeza de que el fondo que rodea a la figura funcione narrativamente o no. Recuerdo el estribillo ni rosas, ni juguetes… y entonces entiendo que Liverpool podría equipararse a Analina: una contingencia sin un referente en un pasado bien construido ni en una proyección hacia el futuro. Por lo que comienzo a barajar la posibilidad de que lo importante de Farrel no es él, sino la imagen que le proyecta. Una imagen temblorosa que sintomatiza tanto la desvinculación ente figura y entorno, como entre el espectador y las imágenes que percibe.

Llegamos al aserradero que vio nacer a Farrel. Me despido del amable camionero y comienzo a caminar sobre la nieve. Me acerco a la portería donde Farrel dejó inscrito su recuerdo. Me agacho, lo miro detenidamente y leo una palabra que guardaré en secreto. Pienso en que quizás el problema que mantiene Farrel con su pasado no es más que un problema lingüístico. Sus palabras se ven incapaces de relacionarse con cada uno de los espacios por lo que transita. Da lo mismo que sea un barco que un restaurante. Es incapaz de articular un discurso que conecte su existencia como individuo con su realidad. Pero algo cambió justo en el momento anterior de producirse el famoso cambio de punto de vista entre personaje y espacio, cuando entregó la palabra Liverpool a Analina. Aunque tuviera lugar mediante un objeto, Farrel logró reencontrarse por fin con la capacidad transmisora de sus palabras.

Sin embargo, al mismo tiempo que se Lisandro decide cambiar de punto de vista entre personaje y espacio, se revela al espectador una dificultad ante las imágenes equiparable a la vivida por Farrel. En un mundo donde las imágenes mutan y se reproducen a una velocidad incalculable, las palabras de las que se disponen se muestran incompetentes para relacionarse con ellas. Si tiempo atrás fue un relato lo que suturaba esta disyunción, en nuestro tiempo es el movimiento hacía ninguna parte de los personajes que pululan por la pantalla lo que vela la manifestación de los problemas. Al quedarse plantada la cámara en un espacio, al retrotraerse a su función primigenia, descubrimos  como las imágenes comienzan a tambalearse, a hacer ejercicios en el alambre. Comprobamos, no sin asombro, que son una pura contingencia abierta a cualquier tipo de resolución. Imágenes desestructuradas, terriblemente frágiles, desvinculadas de su pasado y sin una aparente solución de futuro. Imágenes tan extranjeras de si mismas como el propio Farrel.

Lo paradójico de  Liverpool es que a pesar de que todo lo que hemos visto hasta ese momento son esbozos de una narración deshilachada, donde cada plano abre una posibilidad de historia que desaparece en el siguiente,  y donde sus imágenes aparecen tan abiertas como descarnadas, la memoria da salida a la aporía de la contingencia construyendo  el drama de un lugar a la deriva en el que Farrel se encuentra con una hija prostituta fruto de un incesto. ¿Qué mecanismo es el que hace manifestarse en ese espacio tan virgen como la nieve que lo cubre una especie de tragedia suspendida? Llegados a este punto de la película urge la necesidad de investigar como se pone de manifiesto en este espacio la memoria de todo lo que tiempo atrás fue olvidado. A si que yo me quedo. Siendo, además, totalmente consciente de que más adelante me tocará resolver el enigma de cómo volver a casa –si se puede.


[1] Nos está hablando de  Encuentros en el fin del mundo (2007). Concretamente del momento en que se explica como dentro de las manadas de pingüinos de la Antartida, existen individuos que abandonan al grupo para ir a morir solos tomando el camino que conduce a las montañas. Aunque alguien se empeñe en cambiar su dirección y orientarle hacia el mar,  –que es hacia donde se mueve el grupo para alimentarse – el pingüino que ha decidido su muerte se dará la vuelta tantas veces como haga falta para emprender su viaje de no retorno.

 

Ricardo Adalia Martín.


 


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