Revista Cultura y Ocio
Medea se aventuró a abandonar su patria para seguir los pasos de un hombre, Jasón. Con él marchó, dejando desairada a su familia; y con él formó una familia próspera, con varios hijos. Pero la dicha se ha convertido en devastación cuando los deseos del marido se han orientado hacia otra mujer, con la que ha contraído nuevo matrimonio: la hija del rey Creonte. Arguye ante su repudiada esposa que lo hace para asegurar la bonanza futura de sus hijos, que quedarán vinculados al trono de la ciudad; mas esta explicación no calma la furia de la mujer, como es lógico. ¿Acaso debe soportar en silencio y con resignación ser abandonada por una mujer más joven, más bella y con mejor posición social? ¿Acaso los votos del matrimonio no significan nada para el traidor marido?Constatando que no, y que por tanto quedan “lesionados los derechos de su lecho” (como traduce Alberto Medina González), la necesidad de la venganza empapa su corazón. Primero, contra su marido y su nueva pareja (“Tu boda ha de ser tal que algún día renegarás de ella”); y segundo, paradójicamente, contra los hijos que ha tenido con Jasón, quienes deberán morir para infligirle al infame el más cruel de los padecimientos: la pérdida de sus vástagos. Una vez que haya fallecido la hija de Creonte (a la que conducirá a la muerte regalándole ropa y joyas envenenadas, que quemen y descompongan su cuerpo) les tocará el turno a los niños, que no deben quedar como consuelo para el padre. La acción, pese a su cruda vileza, deberá ser ejecutada por ella misma (“Es de todo punto necesario que mueran y, puesto que es preciso, los mataré yo que los he engendrado”).Todos conocemos el viejo mito de la madre que arrebata la respiración a sus hijos para vengarse del marido desdeñoso, pero leyendo a Eurípides descubrimos de qué manera acongojante se van cumpliendo todos los protocolos de esa trágica sentencia. Cuánta majestad, cuántas lágrimas, cuánto rigor implacable en las líneas del escritor de Salamina.