Aún a riesgo acumular -como trofeos- maldiciones ajenas, vuelvo a la carga con la dulce revisión impositiva que nos ha prometido zetapé en el arranque del nuevo curso político.
Digo dulce porque la 'desmedida' se lanza al ruedo con la vitola de ser limitada y temporal. En cristiano, la sufrirán los de siempre y sólo hasta que amaine el temporal. Será por aquello de que la felicidad eterna dura muy poco.
Lo que suena a broma pesada es intentar amedrentarnos durante semanas con subidas de impuestos sin precisar qué factores de la economía –el capital, el consumo, el trabajo- se verán finalmente afectados, ni cómo se hará el reparto de las nuevas cargas entre los ciudadanos. Se parece bastante al boxeo de salón, el que marca el golpe sin atizar.
No deja de ser curioso que los mismos que ahora hablan de subir impuestos a los ricos, eliminaran anteayer el gravamen sobre el patrimonio, o que pusieran en marcha en plena campaña electoral la devolución lineal del cheque de los 400 euros -entonces medida con vocación de permanencia que dos años después se piensa suprimir-.
Es cierto que no es el único Gobierno que hace del manejo de los impuestos una herramienta de marketing electoral. Falta seriedad y rigor en las modificaciones impositivas que, además de atender a los efectos sobre la renta de los sujetos pasivos, habrían de contemplar las eventuales distorsiones sobre el crecimiento.
Pero antes de entrar a los medios, que ya habrá tiempo, revisemos los fines. Si lo que queremos es equilibrar las cuentas públicas para seguir gastando como hasta ahora, nada nuevo que decir, salvo las maldiciones de siempre. La exigencia de nuevos sacrificios a una sociedad debería ir acompañada de una revisión por parte del Gobierno de la eficacia y la rentabilidad económica de su política de inversiones.
Si además empaquetamos la medida como una necesidad que se apellida solidaria, nada nuevo que decir, salvo las maldiciones de siempre. Hay quienes pensamos que los logros sociales se consiguen más eficientemente a través de la suma de las iniciativas y esfuerzos privados. Al fin y al cabo, lo que la gente quiere es trabajar y no un subsidio, ¿no?
Por donde no paso es porque se presente el aumento fiscal como una medida para combatir la recesión. Por ahí no quepo. Nuestro jefe de Gobierno explicó la medida basándose en una peculiar filosofía: ‘cuando las cosas van bien, hay que bajar los impuestos para estimular la actividad, y cuando las cosas van mal, el Ejecutivo tiene que aumentar la recaudación con una mayor presión fiscal’. Quizá el disparate atraiga a otros.
Y ni siquiera tenemos ya al profesor Jordi Sevilla como diputado raso del Congreso -tras su flamantísimo pase al sector privado- para que le refrescara en otra tarde las lecciones de economía que impartió hace años a su entonces bisoño Presidente. Ahora parece que Zapatero es quien se inventa las faltas de ortografía de la economía.
Sin ánimo de echar algún consuelo al vertedero y sin ninguna pretensión, pero con todas, me permito señalar que más impuestos significan menos renta disponible privada, menos capacidad de endeudamiento, menos consumo, menos ahorro, menos iniciativa emprendedora, menos competitividad y, mirando al purgatorio y al limbo, menos libertad, que ajustará a la baja las expectativas y el bolsillo de los ciudadanos. En definitiva, más paro, más subsidios por desempleo y más recesión. Es la cuenta de la vieja que en economía llamamos ‘estabilizadores automáticos’. Ése y no otro es el cuadro clínico económico.
Ahora queda por ver cómo se reparte finalmente el esfuerzo fiscal, aunque ya sabemos que el socialismo dicta normas que apuntan hacia dentro de nuestros bolsillos y, a buen seguro, nos echarán un cable al cuello. Será en el debate sobre los presupuestos del Estado para el 2010.