Edición:La Galera, 2009 (trad. Marisa Presas)Páginas:112ISBN:9788424630751Precio:3,00 €Leído en la edición en catalán de la misma editorial y traductora.(No he encontrado una imagen de la cubierta con mejor resolución).
Llegar y besar el santo. Esta expresión describe la entrada de Birgit Vanderbeke (1956) en el panorama literario: su debut, Mejillones para cenar (1990), se convirtió de inmediato en uno de los hitos de la literatura alemana contemporánea. Fue galardonada con el prestigioso Premio Ingeborg Bachmann; y, tras publicarse en inglés en 2014, resultó finalista del Independent Foreign Prize for Fiction, que reconoce las mejores obras traducidas a este idioma en el año en curso. Desde entonces, la autora ha continuado escribiendo, pero este sigue siendo su libro insignia. ¿Y qué tiene esta primera novela de apenas cien páginas para merecer tanto elogio? Muchas cualidades, entre ellas una voz sin ningún rastro de ingenuidad literaria y una fusión espléndida de contenido y forma, heredera de La señora Dalloway, de Virginia Woolf. Además, su tema entronca sutilmente con las preocupaciones de lo que entonces era el pasado reciente de Alemania: la división del país (de hecho, la historia parece estar inspirada en la infancia de la autora). Excelencia literaria e interés social; todo eso tiene este libro.El libro está concebido como el monólogo interior de una chica. La narradora rememora un acontecimiento, en apariencia trivial, que marcó un antes y un después en su familia: la noche en la que su padre, que regresaba de un viaje de trabajo, llegaba tarde a la cena. Este hecho, tan irrelevante a priori, representa una ruptura de las «normas» del hogar —el padre no está presente a la hora de la cena familiar— y desencadena una reacción en cadena en los familiares que sí se encuentran allí (la madre, la hija-narradora y el hijo). Poco a poco, la narradora deja entrever la forma en la que el patriarcado se ha instalado en la institución de su familia, la violencia silenciada en sus rutinas cotidianas: el padre, un hombre de origen muy humilde que emigró de la RDA junto a su esposa, se ha labrado una gran carrera como científico en la RFA. Su procedencia, sin embargo, lo sigue acomplejando: quiere alejarse por completo de lo que fue, y para ello instaura determinados hábitos para toda la familia (música, paseos, viajes). No solo desea cambiar su identidad (de hombre pobre a hombre «triunfador»), sino que presiona a los suyos para que también lo hagan.La noche que él no llega a cenar, esa presión se libera. El teatro de las costumbres impostadas baja el telón. La hija resume el sentir de la familia con respecto al padre en esta frase: «En una verdadera familia no hay secretos, decía mi padre, y todos teníamos mucho miedo de que nos descubrieran los nuestros» (pág. 53). Para el progenitor, el orden familiar debe regirse por la contención de los instintos, de los sentimientos, de las quejas; disciplina ante todo. También en la subordinación de género en los roles del hogar, una fuente de conflictos por el choque entre lo que deberían ser y lo que son en realidad cada uno de ellos. La madre es la primera en dejarse ir, en quitarse el corsé metafórico de mujer pasiva. Es maestra, pero él menosprecia su trabajo. Tampoco valora que se haga cargo del hogar. Los mejillones que había preparado para la cena devienen una metáfora del marido y padre, de la evolución de la percepción que tienen de él su esposa y sus hijos a lo largo de la velada: los cocina porque son el plato preferido de él (a los demás apenas les gustan: se someten real y simbólicamente a su voluntad); no obstante, como él no llega, con el paso de las horas se estropean, como se ha estropeado la relación de todos con él.La relación de los hijos con el padre encarna asimismo sus propias tensiones. Mientras que la hija es una muchacha terca, obstinada y un tanto malcarada —la que más se parece al padre; no es casual que sea ella la narradora—, su hermano es un chico tierno y afectuoso. Aquí entran en juego las categorías arquetípicas de lo «femenino» y lo «masculino»: al padre le disgusta que sus hijos sean como son, querría que sus cualidades se hubieran repartido al revés, la dulzura para ella y el carácter fuerte para él. Estas categorías se relacionan con sus ideas acerca de las ciencias (padre e hija) y el arte (madre e hijo): las ciencias, su profesión, le parecen importantes, propias de una personalidad dura, eficiente; en cambio, asocia el arte y las letras a la sensibilidad, incluso a la debilidad. Con todo, su personalidad no está exenta de contradicciones: reniega de sus orígenes humildes y rechaza las aficiones culturales, pero, por el contrario, adora un pasatiempo tan popular y embrutecido como el fútbol. Solo considera irrelevante lo que a él no le interesa. La autora retrata con elegancia y precisión la hipocresía del patriarca, que en este caso lleva añadida la cuestión sociopolítica.Algunas lecturas interpretan Mejillones para cenar como una crítica del patriarcado. Lo es, y desde luego el conflicto se puede extrapolar a otras sociedades. Aun así, el hecho de que el padre de familia sea un hombre que ha ascendido de clase tras huir de la RDA plantea otro tema, propio del contexto histórico. Los padres de la narradora se criaron en un pueblo del Este, que abandonaron en su juventud. En la Alemania Occidental, sus aspiraciones cambian: para quien estaba al otro lado del muro, y en particular para el padre, instalarse en el Oeste es una oportunidad, la oportunidad de participar del sueño capitalista. Libertad, viajes, ropa, avances científicos. Se obsesiona con los valores de la sociedad occidental, con el éxito (o lo que entiende por éxito). Comete excesos: derrocha el dinero, se hace trajes a medida. Estos comportamientos, que la hija no comprende, parecen querer anular lo que él era antes (el chico pobre del Este), pero lo llevan, sin darse cuenta, a otra forma de esclavitud: la cultura de las apariencias. En el Este padecía las carencias y el control político; en el Oeste, tiene dinero y no lo controlan, pero tampoco es libre del todo porque se entrega a los valores del mercado. En cierto modo, Vanderbeke pone en evidencia las grietas de la enaltecida RFA.
Birgit Vanderbeke
La acción como tal solo dura unas horas (la cena), aunque la gracia de la narración está en su capacidad para hilvanar recuerdos, reflexiones y emociones a partir de esa noche, por lo que en pocas páginas se proporciona un retrato completo de la familia y su pasado. Esta voz de mujer joven oprimida por el padre dominante tiene resonancias de autoras como Natalia Ginzburg o Mercè Rodoreda, por su uso de la primera persona con un tono cercano a la expresión oral, con un gran dominio del lenguaje coloquial y sin diálogo (pero con frases pronunciadas por los personajes en el cuerpo del párrafo, lo que le da un estilo vivaz, vigoroso). No se pone nombre a los personajes, ni se concreta la edad de la protagonista (que en principio puede parecer una niña, pero las referencias posteriores a su juventud hacen cambiar esa perspectiva). Tiene, además, un poco de humor negro, que, junto con el carácter de la narradora, le da chispa, ingenio, y evita que resulte un drama apagado. Es un texto, en suma, complejo, ambicioso, dotado de una fuerza arrolladora. Una pequeña obra maestra.