En eso consistía entonces la identidad. Tan sencillo como las letras negras sobre esta página blanca. Y era con esas dos identidades con las que transgredían la ley. Y más o menos salieron bien librados".
Pero la identidad es algo mucho más complejo que el color de la piel. ¿Qué identidad, por ejemplo, otorgará a los hijos comunes de ella y él el color de esa piel?
Ella era negra, una chica negra de un gueto rural. Ella era la hija de Baba, un diácono de una iglesia metodista; la hija favorita entre los hijos (también entre los varones) de un hombre que se empecinó en que su hija favorita (y también inteligente) recibiera una educación de calidad en un lugar y un tiempo en el que el cometido principal y casi único de las mujeres era alumbrar hijos para sus maridos. Ella es la mujer que se casó "con un hombre con la misma palidez que el colonialismo".
Él era blanco, un blanco judío por parte de madre y católico por la de padre. El judaísmo, en su caso, se limitaba a estar circuncidado y el catolicismo a profesar fe por Papá Noel. Su estirpe carece por tanto de algo que tiene la de ella. "Si fuese el hijo superviviente de unos judíos alemanes que hubiesen acabado en los hornos crematorios, o si fuera palestino en Gaza, tal vez podría ser tan duro como ella". Ella en realidad "no es dura, sino fuerte de un modo que él no podrá serlo, claro. Es otro tipo de condicionamiento, su familia, su Baba, todas las generaciones que la preceden, han sobrevivido a esos siglos en los que todo estaba determinado para humillarlos y destruirlos". A pesar de esto, él "es un blanco que se ha ganado su identidad, no no-negra: africano". Pero, aun así, a veces sigue sintiéndose como un sudafricano blanco, como un africano no negro, un africano cuya lengua materna es una de las que habla el colonialismo. Ella también habla inglés pero su lengua materna es el zulú, un idioma africano. Pero ¿qué pasa con el inglés que se habla en Sudáfrica? ¿Acaso no puede considerarse también un idioma africano?
"En el país vecino, donde ella se había exiliado para estudiar y él era un joven blanco cuya filiación política hacía necesario que se ausentara por un tiempo de la universidad, los dos, ignorando imprudentemente las inevitables consecuencias que tendría cuando volvieran a casa, se habían enamorado y se habían casado". En el país vecino se habían conocido ella y él, compañeros en la lucha. Ambos eran miembros del Umkhonto: la lucha como identidad, pues. ¿Su identidad como pareja? ¿Individual? En algún momento él se lo preguntará. Porque "si las referencias desconocidas entre ellos en su país son un indicio de lo íntimamente irreconciliable, al proceder de "culturas" diferentes, ¿no sienten y no han sentido desde el principio la fascinación de eso que se llama el Otro?" Oteará también "un vislumbre de la alternativa, de lo que la vida podría haber sido de no ser por la Lucha, si hubiese sido el producto de un colegio privado sólo para blancos, con los céspedes importados de la Madre Patria, y lo hubieran educado para una profesión bien retribuida". Esa Madre Patria es "un país que ha ganado todas sus guerras. [...] Nadie ha tenido que emigrar. Excepto para extender las fronteras de Inglaterra".
Ella sabe de un tipo peculiar de emigración. En su pueblo, y en otros tantos, los hombres se van en busca de sustento para sus familias. Dejan el hogar familiar para trasladarse a las fábricas, a las granjas. Las mujeres y los niños quedan a cargo de Baba. Los hombres vuelven cuando tienen permiso y traen consigo dinero.
"El hogar de uno es transferible. Siempre lo ha sido". Lo saben los hombres del pueblo de ella. Lo sabe él, cuyo color de piel y origen recuerda al de aquellos otros que llegaron por interés a hacer de Sudáfrica su hogar. "Uno puede instalar su hogar en cualquier parte. Es la historia de la humanidad. Pero resulta menos complicado si la población indígena ha sido más o menos eliminada". Y en el país de ella y él resulta menos complicado si esa población indígena ha sido más o menos humillada y anulada.
Es por eso de que el hogar de uno es transferible por lo que ella y él, es decir, Jabu y Steve, trasladan el suyo desde Glengrove Place, el lugar en el que habían vivido su vida matrimonial de manera clandestina, a una casa en un área residencial de Johannesburgo. Buscan, quizás, con ese traslado, "una vida normal. (¿Por fin?). ¿Qué es eso? ¿En qué momento y lugar? No importa. Una vida donde lo personal sea lo prioritario". Lo creen posible ahora que la lucha ha quedado atrás, ahora que han conseguido la victoria, ahora que el apartheid es pasado. Como si fuera tan fácil dejar algo así atrás. O, tal vez, eso sea lo realmente fácil. Lo difícil es seguir adelante impulsándose sobre los rescoldos de la segregación y la injusticia.
La identidad no la otorga solo el nacimiento, aunque, en ocasiones, la determina en demasía. La identidad se forja a lo largo de la vida, y, así, Jabu y Steve continúan moldeando y complicando las suyas. La ecuación ya no es tan sencilla como ella era negra, él blanco. Él sigue siendo blanco, y un blanco, además, que sigue creyendo en la igualdad entre negros y blancos. Ella, en cambio, pasará a ser una negra que se siente "culpable de pertenecer a la nueva clase de negros que no viven en la calle. De no ser camarada de los chicos del pueblo a quienes Baba no ha podido dar la libertad que sí pudo darle a ella. Culpable de falsas pretensiones. Eso es lo que este país está haciendo a los suyos. Es culpable de que la vida mejor para todos no lo sea para ellos", para esos otros negros menos afortunados que ella.
En cuanto a los países, ¿cómo forjan estos sus identidades? ¿Cómo ha construido Sudáfrica la suya? "¿De verdad puede llamarse honestamente una nación sólo quince años después de siglos de vivir divididos por el cuchillo, blancos y negros?" Se trata de "un "país en desarrollo", término de las Naciones Unidas para designar al país donde, entre las alturas de los ricos y el cenagal de la pobreza, hay una tierra de nadie". Se trata, más bien, de un país que desarrolla su riqueza a base de hundir más en su cenagal a aquellos a los que asola la pobreza. Porque "¿por qué íbamos a ser diferentes? México después de sus revoluciones. Rusia después de la revolución y del final de la Unión Soviética, revolucionada ahora por el capitalismo..." La Sudáfrica libre está en pañales y comete los errores típicos de la juventud. Las nuevas élites de Sudáfrica, además, se comportan de una manera que recuerda demasiado a los países que la colonizaron.
¿De verdad crees en la sociedad sin clases que estamos construyendo? ¿En nuestros viejos sueños de libertad? Hemos despertado. Tenía que ocurrir. Siempre habrá una jerarquía profesional, ¿no te parece? Las profesiones liberales y la mano de obra, por no hablar de los magnates blancos y negros, los barrenderos (alguien tiene que limpiar...), cualquiera de esos obreros y el abogado, el profesor agregado, el editor, el cirujano... ¿No vivirán siempre en planetas diferentes, donde el prestigio se suma al dinero, la clase económica? Ahora la Lucha es por el poder político y va a ser entre hermanos.
"La raza como determinante de la política del Empoderamiento Económico de los Negros acabará produciendo una élite negra". La nueva Sudáfrica necesita trabajadores negros cualificados y eso solo se consigue con educación de calidad e igualitaria, pero, para ello, se requiere tiempo y una apuesta clara y decidida por parte del gobierno competente por la educación pública. Mientras tanto, la discriminación positiva no es más que una falacia, pues dar un trabajo a un hombre negro o a una mujer negra por el color de su piel tan solo contribuirá a perpetuar la idea de que la negra es una raza inferior. La ley siempre ha de ir por delante, por supuesto, pero la Constitución de un país, especialmente cuando la tinta con la que se ha redactado aún está húmeda, más que una declaración de derechos es una declaración de intenciones. Para lograr la consecución de esos derechos hay que seguir trabajando. El Umkhonto we Sizwe, traducido al español como la Lanza de la Nación, en el que militaron Jabu y Steve en su juventud, fue el brazo armado del Congreso Nacional Africano para la lucha contra el apartheid. Bajar la lanza no debería implicar bajar los brazos.
"La "xenofobia", un futuro en el que nadie pensó cuando estábamos en el desierto y en el monte", ironizará Steve en alusión a sus tiempos de revolucionario y a la nueva situación que está viviendo ese país por el que se echó al desierto y a los montes. La xenofobia, o más bien algo disfrazado de ella, ha acampado en Johannesburgo al igual que han hecho los refugiados de la vecina Zimbabue. "Los refugiados ya no son hermanos, sino extranjeros". La hermandad africana flaquea cuando se imponen los intereses propios.
"Xenofobia... es nuestra manera de distanciarnos del hecho de que los nuestros, en nuestro propio país, en nuestra propia casa [...], subsisten como refugiados de nuestra economía, en paro, sin casa, se ven obligados a sobrevivir a fuerza de ingenio, mendigando, ayudando a aparcar a cambio de unas monedas (todos los que tenemos coche hemos pagado ese dinero), o vendiendo fruta en los semáforos, si eres mujer con un bebé o un niño de pocos años que juega junto al bordillo. Es fácil tildar a nuestra gente de xenófoba cuando recurre a la violencia para defender su único espacio, su único medio de supervivencia contra los competidores por esos recursos ínfimos. No es odio al extranjero. ¿O es que ahora la violencia se llama xenofobia?"
La desigualdad y la injusticia no han desaparecido con la abolición del apartheid. La separación sigue estando ahí. Se trata de un mero cambio de palabras; de recurrir a aquellas que casi siempre determinan la posición de la línea divisoria. Tan solo hay que sustituir blancos por ricos y negros por pobres.
La lucha ha quedado atrás, como pensaron Jabu y Steve. El apartheid ha terminado. Llega, pues, la hora de emprender una vida normal, en la que lo personal sea lo prioritario. La revolución es para los más jóvenes pero la nueva juventud ha nacido en libertad, aunque su libertad, como acostumbra a ser en los sistemas democráticos, sea una libertad falsa. El desencanto que produce la paulatina revelación de que todo aquello por lo que se ha luchado no solo no se ha materializado sino que cada día se corrompe más termina por convertirse en asunción e inhibición. Parece ser que eso es parte del proceso de crecer tanto como país como como persona. Parece ser que eso es parte de la identidad que uno y otra van forjando.
Mejor hoy que mañana es la última novela que escribió Nadine Gardimer pero es la primera que yo leo de la premio Nobel. Me acerqué a ella curiosa por conocer a la familia que la protagonizaba y el contexto que la envolvía, pues no recordaba (y sigo sin recordar) haber leído anteriormente ninguna novela ambientada en Sudáfrica. No quiero engañaros, Mejor hoy que mañana no es la historia de esa familia; Mejor hoy que mañana es la historia de la Sudáfrica post-apartheid contada a través del matrimonio formado por Jabu y Steve. Es una lectura exigente, o por lo menos lo ha sido para mí, que desembarqué de repente en un país que tan solo conocía superficialmente y desde la distancia. Al principio continuaba leyendo con cierto desapego pero motivada por el interés acerca de lo que Gordimer me contaba. Todo está pulido. Todo está medido y trabajado. No hay nada prescindible en sus bien pasadas cuatrocientas páginas. Toca además, aunque de manera tangencial, y mezcla admirablemente con el leitmotiv de la novela, temas como la homosexualidad, el machismo e incluso (este último muy someramente) el medioambiente. No es de extrañar que, poco a poco y sin darme cuenta, me haya ido sumergiendo en la idiosincrasia sudafricana, una idiosincrasia que ha terminado por no diferir demasiado de aquellas otras que me resultaban más cercanas. Parece que las diferentes sociedades que formamos los humanos comparten una identidad común.
"Con el apartheid éramos los parias del mundo, con la libertad hemos llegado a ser lo que nunca fuimos: parte del mundo democrático. La corrupción no es ningún demérito. Está por todas partes".