Revista Cultura y Ocio
Hay cosas que se aplazan, no se podría decir por qué. En parte, por haber otras que nos atraen más, pero las más de las veces por no desear hacerlas, aunque estemos obligados y se espere que las acabemos y las entreguemos. Hay una palabra para eso: procrastinar. Es fea con severa avaricia la palabra, pero tiene su encanto fonético. Aparte de fea, incómoda de pensar. Revela la pereza o la indiferencia o la apatía que a veces aplicamos a las cosas. Está más a mano posponer o aplazar, pero gana presencia la entrada incómoda, la palabra larga y la que no se dice nunca bien a la primera. De hecho, si procrastinamos a conciencia, si a todo se le da un retraso o, ya en faena, se le abre un receso, no interesa ni siquiera hablar de ese vicio. Hay cosas que hacemos de las que no tenemos conciencia. Cuando sabemos qué hacemos mal, llegados a ese punto crucial, hay dos maneras de abordar el asunto: la más benigna es la de no darle importancia alguna, observar cómo la bóveda celeste nos regala la luz o la oscuridad y los días transcurren y las noches nos cubren, pero sin marearnos mucho, sin tener la percepción de que hayamos incurrido en un error o sin la constancia de que importe; la otra es dañina, no interesa, acaba por pasarnos factura, hay quien no levanta cabeza y cae en una tristeza de la que sólo sale cuando adquiere otra. Hay tristezas complementarias y las hay excluyentes. Hay duelos tan dolorosos que cancelan la existencia de algún duelo menor que tuviéramos en mente. Tenemos (unos más que otros) la costumbre de no acabar las cosas. Creo que hay voluntad para empezarlas, pero nos distraemos con suma facilidad, encontramos con qué ocupar el tiempo que debiera ser usado en ellas. Les restamos valor, les podamos la parte importante. En un extremo, lo que inventamos para no hacer algo también se queda sin concluir. Es un venenoso efecto acumulativo ése: el de tener cien frentes abiertos en la certeza de que no vamos a cerrar ninguno. Parece que adoramos esa imperfección un poco lúdica y un poco caprichosa. No sé el porqué de no ansiar el trabajo acabado y el trabajo bien hecho. En el fondo, nada nos ata. Por ahí debe andar la respuesta, si es que hiciera falta una: en la fascinación de la mudanza, en el irrefrenable placer de no tener asiento y de disfrutar tantísimo con la maquinación de las cosas, pero no con su trayecto, con la ilusión de ver cómo acaban. Se procrastina sin malicia, no se busca hacer mal a nadie, sólo se daña uno en todo caso, se perjudica con levedad, como si todo fuese reparable y nada quedará registrado. Se pospone lo que no nos conforta, lo penoso o lo que exige un gasto que no deseamos hacer. Hoy mismo, mientras escribo, estoy posponiendo dos asuntos de casa (domésticos, nada trascendentes) y alguno del trabajo. Me impongo plazos: me digo que esta tarde sin falta o que, a lo sumo, el fin de semana, pero no el sábado, sino el domingo. Todo se deja para el domingo. Quizá por eso luego se afean y no se aprecian. Los domingos los carga el diablo. Todo es culpa nuestra, todo lo estropeamos nosotros, me dice K. Al final siempre terminamos hablando de los domingos o del verano. Ahí también depositamos muchas esperanzas. En esos meses se harán todas las cosas que hemos ido postergando, se harán cumplidamente, se harán con entusiasmo y diligencia. Luego llega septiembre y la realidad se abre paso con su áspera fiereza y vemos (con pasmo, con resignación) que no hemos muy poco o incluso nada. Todo se deja para mañana. Mañana es la tierra promisoria, la cuna de la felicidad, el país de la felicidad completa, el imperio de la bondad y del confort. Mañana es el territorio de la excusa, la zona de bienestar, la que está lejos del pánico y del aburrimiento, la que promete y nos convoca a la mesa de los elegidos y nos susurra palabras bonitas que nos conforman y cuidan.