
Dos partes, dos hermanas, dos perspectivas. Justine y Claire (Kirsten Dunst y Charlotte Gainsbourg) articulan esta historia que me atrevería a tildar de redonda y que me dejó hipnotizado e incluso me produjo cierta sensación de temor cuando, tras la oscuridad, contemplé la luz de un cielo tan omnipresente y cargado como luminoso. La película comienza con una suerte de prólogo visual compuesto por una serie de planos, a modo de pinturas al óleo, construidos sobre una soberbia iluminación, que enlazan con el final. De ahí pasamos a una secuencia con dos novios en una limusina. El chófer no es capaz de maniobrar semejante auto por una angosta carretera que conduce al palacio donde tiene lugar la boda y los protagonistas llegan tarde al evento. Es el principio del fin, una declaración de intenciones sobre lo que vamos a ver a continuación: una ceremonia encorsetada y absurda que sirve de campo de batalla para una disputa familiar con reminiscencias de la mejor tradición francesa; Chabrol y Buñuel, sin ir más lejos. La decadencia de una sociedad anclada en tradiciones tan vacuas como inútiles. El guión, excelentemente trazado, eclosiona lentamente a base de pinzas (magistral el instante en que Justine se percata que hay una estrella en el firmamento que no debería estar ahí) esbozadas como pinceladas de un cuadro al óleo. Lo que vemos a continuación, la boda, sirve de metáfora de la segunda parte: anticipa el fin del mundo, primero en lo social, luego en lo concerniente a la materia.Es en esta segunda parte donde entendemos los porqués de una trama tan pausada como resultona. Pertenecientes a la élite aristocrática europea y aisladas en la mansión donde tuvo lugar la boda, Justine, Claire, el marido de esta última (Kiefer Sutherland) y el hijo de ambos, se enfrentan a la llegada a la Tierra de un planeta desconocido escondido tras el sol, Melancholia. Algunas teorías apuntan a que pasará de largo, otras a que podría chocar con la Tierra. Es en ese punto donde se genera un clímax basado en dos conflictos, dos formas de afrontar la muerte; la resignación de Justine, que, sumida en una extraña tristeza, ya está muerta, y el miedo de Claire, que, como madre, se aferra a la vida. Y de ahí a un final tan místico como estético. La cinta está plagada de metáforas visuales en muchos casos no insertadas en el montaje al utilizar el director el recurso del barrido con cámara al hombro heredero del Dogma. Destacaría el momento en que Justine cambia los libros con ilustraciones abstractas de Kandinsky por obras figurativas, como el famoso cuadro Cazadores en la nieve,de Pieter Brueghel el Viejo, que ya utilizara Tarkovsky en Solaris. Este enlace, que podría pasar desapercibido o considerarse mera casualidad, nos da la medida de la profundidad del filme: se trata de una cinta europea de ciencia-ficción que rompe por completo con la convencional narración apocalíptica que estamos acostumbrados a ver en el cine americano. Melancholia no es sólo un mero etretenimiento, es un brillante ejercicio intelectual.Von Trier, tan valiente como de costumbre, ha sabido encontrar esta vez un lenguaje con el que hacer al espectador cómplice de sus obsesiones y locuras. Una película con muchas lecturas, simbolismos e intrincados laberintos psicológicos que consiguen alcanzar lo más profundo del ser humano. Una película, en resumen, tan conmovedora como imprescindible.