Revista Música

Melancolía de futuro

Publicado el 22 junio 2020 por Amo Descubrir Canciones @adcanciones
Melancolía de futuro

Por Iván Dessau
Hace siete años que vivo afuera de Argentina, y si hay algo que no extraño para nada, son los conciertos masivos. Nunca los soporté. Para empezar, no me gusta tanta gente junta. Me recuerda a enero en Mar de Ajó. Mucho menos me gustan las filas, pegotearme con torsos transpirados, hacer esfuerzos permanentes para ver el escenario a pesar de mi metro ochenta, el olor a choripán mezclado con porro, y tener que empujar para no morir. Pero mi Top Five de lo peor se lo lleva la misma pasión musical argenta. Miles de personas cantando a voz de cuello tribunero cada puta melodía, cada puto riff, hasta cada puto solo de batería. El oído absoluto y absolutista que a los artistas extranjeros les fascinaba, a mí me ponía histérico. Yo quería escuchar la música, no los gritos desaforados del pelotudo en suerte que me tocaba al lado. Sí, soy un gorila musical, ¿y qué? Pero lo más extraño, es que un impulso masoquista me hacía seguir yendo. Era un gorila, pero uno que iba a la Plaza de Mayo a mojarse las patas en la fuente. 
Esa época de mi vida terminó cuando me fui a vivir a Lima. Y sin saberlo, al irme retomé el placer de ir a los conciertos. El público limeño, que cualquier porteño calificaría de pecho frío, fue mi bendición. Ver conciertos de bandas grandes en pubs, teatros, anfiteatros y estadios, sin un loro borracho gritando en mi oído, fue mi edén musical. Cómo disfruté a Café Tacuba, Enrique Bunbury, Morrisey, Paul McCartney, Radiohead, Tame Impala, Arcade Fire, Roger Waters, David Lebón, Babasónicos, Bajofondo, Gepe, Calamaro, Kevin Johansen, Fito Páez, Illya Kuryaki…no me perdía nada, ¡qué placer!
Hasta que en el mundo pasó lo que todos sabemos (¿para qué repetirlo?), y hoy, un domingo cualquiera, se me ocurre poner el el disco “Push de Sky Away”, de Nick Cave. Y cuando llega la canción “Jubilee Street”, con su irresistible leitmotiv de cuerdas, en mi cabeza la escucho distinta de como suena en la computadora. Juro que escucho el inconfundible coro tribunero subrayando la melodía. Y no lo reprimo. Al contrario, me sumo al canto. Lo grito con voz de cancha, traduciéndolo al primate lenguaje del Oh-Oh-Oh. Me saco la remera y la revoleo al compás sobre mi cabeza. Rompo el foco que cuelga del techo pero qué importa. Mejor, a oscuras la cocina se parece más al campo de un estadio repleto. Y se me pianta un lagrimón, porque siento una hermosa nostalgia. La de recordar esos conciertos que odiaba pero que quizá ya no vuelva a vivir. La de fantasear una melodía cantada por miles de voces apasionadas en un concierto que jamás sucederá. 
Y por qué es una nostalgia feliz, se preguntarán. Quizá porque a veces, escuchar voces en la cabeza, es el último edén que nos queda.
 

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