Julio Antonio Mella redactando el periódico El Machete. Foto: Tina Modotti
Por: Disamis Arcia Muñoz
Hace un año o dos cayó en mis manos una biografía de Mella elaborada por una investigadora alemana.[1] No me gustó a la primera pasada, para serles sincera. La impresión que me llevé en ese momento fue que la escritora no nos había entendido; que en algunas de sus valoraciones se había perdido “en la curvita”, pasando de largo por la exuberancia y extroversión propia de much@s cuban@s, o al asumir como extraordinarios algunos comportamientos que son, en general, típicos de numerosos hombres y mujeres del país. Lo que para ella parecían ser por momentos jeroglíficos emocionales en la vida amorosa y política de Mella, que a duras penas descifraba desde el referente cultural europeo –alemán-, para mí constituían pasajes, emociones, expresiones totalmente naturales y comprensibles, creíbles y en cierta medida coherentes con la visión del Julio Antonio que yo me había ido construyendo a lo largo de los años.
Desde entonces he vuelto al libro algunas veces, y sigo pensando así en lo que se refiere a ese aspecto específico de la obra de Christine Hatzky;[2] pero en todo lo demás, les confieso que la biografía es un trabajo monumental que no se conforma con dibujar un boceto deslumbrante del joven revolucionario, sino que se propone además ubicarlo en el contexto histórico en que vivió, y mostrarnos -a sus a veces injustos lectores-, las dimensiones política, social, cultural e ideológica en la que se desarrolló Julio Antonio, desde una perspectiva relacional que nos previene de asumir su mundo como algo “dado”, inmóvil y a salvo de transformaciones constantes y variables.
Existe un fragmento específico de la obra que ha sido el motivo que me ha impulsado a escribir estas líneas. Eso no quiere decir, ni por asomo, que sea lo más importante, interesante o digno de atención dentro de lo escrito y recopilado por ella. Constituye, eso sí, el momento más conflictual y polémico con el que tuve que lidiar como lectora y como militante que indaga en la historia, no solo de su país sino de su organización política, impulsada por una necesidad –a veces más intuida que “digerida”- en el proceso de asumir[se] parte del devenir histórico de un proyecto político como el nuestro.
Gracias a Julio Antonio Mella. Una biografía, pude leer íntegramente, por primera vez desde que lo oí mencionar como al pasar en una clase de historia, el acta del juicio seguido a Mella dentro del Comité Central del Partido Comunista Cubano, a raíz de su decisión de realizar una huelga de hambre en protesta por la falsedad de la acusación que lo había llevado a prisión junto a un grupo de obreros y dirigentes sindicales que se le estaban haciendo incómodos al entonces presidente de la república.
Hasta ese momento, el tema de la huelga de hambre me era muy familiar, ¿desde cuándo?, no tengo memoria. No sé cuántas veces leí o escuché contar, hasta ser capaz de imaginar cinematográficamente la escena, aquel momento en que un muy indignado Rubén Martínez Villena –el joven de luz de aurora en los ojos-, le decía en plena cara a Gerardo Machado que no era más que un asno, un asno con garras… pero fuera de eso no sabía mucho más… lo cierto es que tampoco me había interesado indagar.
Por eso aquella vez de la clase de historia la referencia de su expulsión explotó ante mí como una bomba de protones: ¿cómo es posible?, Mella casi se muere, despierta a todo un país, la noticia recorre el mundo levantando declaraciones a favor de su liberación y poniendo el nombre de Cuba por primera vez en las portadas de algunos periódicos latinoamericanos y europeos, desencadena un proceso de movilización de la opinión pública que llega a involucrar a la mayor parte de los sectores sociales cubanos y obliga a Machado a liberarlo, ¿y después de todo esto un grupo decide, “tomando la letra al pie”, que “violó” la disciplina partidista?, ¿cómo podía alguien ser tan torpe, o lo que era peor, tan insensible o políticamente desorientado?
Pero la cosa fue, como sucede siempre, mucho más complicada que la incomprensión e intolerancia de un grupo específico de hombres a la hora de valorar el alcance real de un revolucionario; y las lecciones amargas trascienden el momento histórico de todos ellos, aunque son –en su mayoría- ignoradas por las generaciones que hoy transitamos por nuestro tiempo.
Nueve fueron las acusaciones formuladas por el CC, y si una no supiera que está leyendo un documento histórico, pensaría que en su lugar le han endilgado el guión de una mala sátira que pretende demeritar el innegable valor de los miembros de ese primer partido comunista cubano, muchos de los cuales enfrentaron, poco tiempo después, la extradición y la cárcel -en el mejor de los casos-; la tortura, el asesinato y la desaparición en algunos.
Si no tuviera seguridad de que realmente sucedió, cualquiera podría pensar que está frente al sueño desmemoriado de algún escritorzuelo de cuarta. Tan absurdas son las acusaciones, tan extremas las interpretaciones de eso que se llama “disciplina partidista”. Si no me creen, aquí les cito –textualmente- los injustos argumentos enarbolados contra Julio Antonio:
- 1. Haber declarado la huelga de alimentos sin haber consultado con el CCE, siendo ese un acto de importancia y habiendo tenido oportunidad de hacerlo.
- 2. Haber declarado la huelga de alimentos contra el CCE y los trabajadores, desconociendo las gestiones del CCE.
- 3. Por haber declarado la huelga de alimentos separadamente de los otros presos, no tratando con ellos.
- 4. Por las declaraciones de su abogado, publicadas el 18 de diciembre.
- 5. Por no haber protestado de las razones que dio la burguesía contra su prisión, demostrando que usted no podía ser mezclado en actos terroristas. [es decir, haber enfocado la estrategia de la defensa en la persona de Mella, y no en lo absurdo de la acusación].
- 6. Por estar conforme con las declaraciones de los intelectuales que dicen: (“Abandonado, por mezquinos motivos, de todos aquellos a los cuales ha dedicado sus esfuerzos, ha resuelto, como única protesta posible y extrema, morir de hambre entre los hierros de la cárcel”)[3] al no haber protestado pública e inmediatamente.
- 7. Por hacer unas declaraciones públicas que no tienen nada de marxistas al confundir las clases explotadoras y explotadas (remiten a las declaraciones en los diarios El Día y El Heraldo el 24 de diciembre: “No es posible que en la Cuba de Martí el pensar libremente sea un delito…” ¿Cree el compañero que es posible la libertad de pensamiento en el mejor de los regímenes burgueses?).
- 8. Por haber aceptado su libertad, quedando comunistas presos y diez compañeros obreros. ¿Cree el compañero que un simple obrero hubiera logrado un éxito que él logró en su huelga de alimentos?
- Por haber insultado por escrito al CC (esta última acusación se decide retirarla por falta de pruebas, no aparecen las cartas que escribiera Mella).
Es muy fácil juzgar, después de tantos años, las acciones de aquellos hombres. O asumir una posición de francotiradora que desde la distancia enjuicie reciamente, fuera del contexto histórico y sin tener en cuenta las mil y una circunstancias que rodearon el suceso.
Se puede argumentar que quienes condenaron a Mella eran, en general, hombres con poco nivel cultural, guiados en su mayoría más por la intuición que por la asunción consciente del sistema de pensamiento marxista y la experiencia de la revolución bolchevique. También podría aducirse que en aquel entonces los comunistas eran “cuatro gatos”; muy determinados en su accionar por una política definida desde la URSS a partir de una visión descolocada de las realidades de los países latinoamericanos.
Puede añadirse en su defensa que, ante la persecución, existía entre ellos una posición sectaria, a modo de caparazón protector, con relación al resto de los sectores o grupos de la sociedad cubana; o que, en esas condiciones tan difíciles lo único seguro, aquello que garantizaba en cierta medida su sobrevivencia real –no ya solo como organización política sino como seres humanos-, era asumir y respetar el cumplimiento de la más férrea disciplina.
También podemos decir que ese partido no es, por mucho, el partido que luego del triunfo de enero de 1959 surgió bajo el mismo nombre, como resultado de la unión del MR-26-7, el DR- y el propio PSP. Una organización felizmente transformada tanto por la experiencia libertadora y sacudidora de la guerra de liberación, como por el liderazgo y la ductilidad de pensamiento que caracterizó a revolucionarios como Fidel Castro, Frank País, Armando Hart, Ernesto Che Guevara, capaces de subvertir no solo la realidad sino también las concepciones teóricas de eso que se definía como LOS CAUCES –estrechos, esquemáticos, eurocéntricos- que debía seguir cualquier proceso revolucionario para llegar a convertirse en una verdadera revolución socialista.
Resulta primordial que se conozca y discuta, se enriquezca el análisis, sin caer en una posición justificativa que “le pase la mano” o le reste importancia al hecho innegable de que, en esas circunstancias, un grupo de hombres tomaron una decisión equivocada a partir de una visión extrema de los estatutos de la organización política. Además de ser tremendamente injustos con Mella en lo personal, provocaron un daño irreparable a la organización, a su capacidad de incidir en la situación que se vivía en Cuba por entonces, o a su propia incorporación en el movimiento comunista internacional.
Todo eso es innegable, y es importante tenerlo en cuenta. Pero hay que estudiar estos sucesos, también, porque -sin nosotros percibirlo-, muchas veces asumimos fórmulas idiomáticas, códigos lingüísticos, frases cliché que vienen transmitiéndose desde entonces, sin cuestionarnos no solo su validez actual sino su rara permanencia entre nosotros.
En ese diálogo entre sordos entre Mella y el resto del CC, reflejado en el acta, resulta impactante el lenguaje empleado. No tanto por lo extremo de muchas de sus posiciones, o lo obtuso de algunas argumentaciones, sino porque en estos momentos nosotros seguimos utilizando muchos de esos códigos, la mayor parte de las veces sin preocuparnos o plantearnos si su empleo no está vinculado también a similares esquemas de pensamiento que, pese a todas las experiencias anteriores, permanecen en nuestra mentalidad de militantes.
Muy familiares me resultaron frases como: “ningún comunista puede tomar de por sí determinación alguna, existiendo Partido y organismos superiores”; “el comunista no puede dejarse guiar por los dictados de su alma sentimental, sino que tiene que medir sus pasos, consultarlo con el Partido y proceder de acuerdo con él siempre y en todos los casos”; “El comunista que insulta a otro comunista o el que se da por ofendido por críticas de personas u organismos comunistas, demuestra que tiene un alto concepto de honor (burgués) y una susceptibilidad de pudibunda doncella, pero jamás denotará semejante actitud madera comunista, autocrítica leninista”… y siguen. Casi en cada acusación se suelta una parrafada similar que, más que preocuparme por el pasado, me transporta a estos días, cuando compruebo que, en algunos aspectos, seguimos hablando –o redactando- de una manera similar. ¿Hasta qué punto son más que meras palabras, o malos hábitos del lenguaje que arrastramos como una cuestión de inercia? ¿Dónde está el límite entre lo que decimos, cómo lo decimos, cómo lo asumimos, y cómo lo llevamos a la práctica?
Creo que con su uso acrítico o indiferente, muchas veces sin ser nosotros conscientes de ello, incluso en contradicción con nuestro propósito de “cambiar los métodos y estilos de trabajo”, de “cambiar la mentalidad”, reforzamos ese culto irrestricto a la autoridad –implantado por Stalin en la URSS, y transmitido a la práctica de los partidos comunistas latinoamericanos. Un respeto desmedido a la disciplina por la disciplina, que tenía en su base el menosprecio – o la ignorancia- del imprescindible papel activo que debían desempeñar los sujetos en todo proceso transformador, y que fuera públicamente criticado y denostado por el Che Guevara y Fidel Castro.
Sobran los ejemplos que ilustran que esta fue una preocupación constante y visible en el discurso y accionar político de ambos, por el peligro que encerraba en sí mismo; debido a su enorme potencialidad para promover el inmovilismo, el no pensar fuera de lo orientado, de lo establecido. Puede añadirse también su gran capacidad para frenar la iniciativa, el pensamiento crítico, la posibilidad de innovar y pensar con flexibilidad ante las situaciones que, como militantes, se nos presentan en el día a día. O peor, al construir un parapeto ante “lo orientado por el organismo superior” o “lo políticamente correcto”, que ha justificado por un lado el formalismo en el análisis dentro de la organización, y por otro nuestra aversión al debate público y la contrastación de ideas, dejando esos espacios –que ahora necesitamos más que nunca- al burocratismo y la derecha.
La historia posterior demostró que a Mella correspondía toda la razón en sus posturas cuestionadoras, creativas y flexibles a la hora de interpretar la realidad cubana y latinoamericana en general, y también en su cuestionamiento a los rígidos esquemas partidistas, que hicieron en aquel momento que, también, luego de incomprensiones y desencuentros, abandonara el Partido Comunista Mexicano. Lamentablemente, Julio Antonio no tenía cabida dentro de los cánones de la militancia partidista del movimiento comunista de aquella época.
Encontrar ese equilibrio entre el respeto a la disciplina de la organización –una disciplina que debe definirse flexible, en constante diálogo con la realidad cambiante, pero sin caer en relativismos-, y la necesidad de potenciar al máximo nuestra capacidad individual de aportar al proyecto común, continúa siendo un gran dolor de cabeza para las organizaciones revolucionarias en cualquier lugar del mundo. Para nosotros los cubanos, constituye una urgencia, una angustia cotidiana que debe impedirnos aceptar y utilizar acríticamente cualquier recurso, tradición o hábito que contribuya a reproducir los esquemas del pasado.
[1] Christine Hatzky: Julio Antonio Mella (1903-1929). Una biografía, editorial Oriente, Santiago de Cubam 2008. Publicada originalmente en alemán con el título Julio A. Mella (1903-1929). Eine Biografie, Vervuet Verlag, Frankfurt/M., 2004.
[2] Permítanme divagar, porque me llama la atención una tendencia que se está haciendo cada vez más visible en los últimos tiempos: la publicación de libros sobre nuestra historia elaborados por escritores foráneos –muchos no se dedican profesionalmente al oficio del historiador-, que se interesan en temas históricos espinosos, delicados, muchas veces poco esclarecidos a lo largo de los años, a quienes se les abren las puertas, se les facilita el acceso a archivos, documentación, testimonios que durante mucho tiempo han estado, sino cerrados sí de difícil acceso a muchos investigadores cubanos. Por ejemplo, a esta biografía de Christine Hatzky, se une también el libro Tony Guiteras, un hombre guapo del mexicano-argentino Paco Ignacio Taibo II; la biografía Un día en diciembre. Celia Sánchez y la Revolución Cubana, de la norteamericana Nancy Stout, aún en proceso de traducción para su publicación en español; Misiones en conflicto, la obra de Piero Gleijeses sobre la presencia cubana en Angola; o Che Guevara, una vida revolucionaria del periodista norteamericano Jon Lee Anderson.
Todo esto me causa curiosidad, ¿se deberá a que este tipo de temas no son lo suficientemente atractivos para los historiadores del patio?, ¿tal vez son demasiado cercanos, demasiado conflictivos, no ya solo en el terreno de la historia sino en el ámbito político, como para que nuestros estudiosos se interesen o arriesguen en ellos? ¿Acaso nuestra circunstancia de vivir en “plaza sitiada” durante más de cinco décadas nos ha impuesto esquemas institucionales que nos hacen interpretar períodos, acontecimientos o personalidades polémicos sin atrevernos a cruzar la línea de lo “políticamente necesario u oportuno”, al punto de necesitar de miradas externas que nos propongan una explicación menos parcializada de esos momentos de nuestra historia?, ¿por qué hubo que esperar todos estos años a que se publicara primero en alemán un documento como el acta de expulsión de Mella del Partido Comunista cubano, para luego ser re-traducido al español y publicado en Cuba?
Espero que no se tomen estas dudas como expresión de un chovinismo simplón o de un nacionalismo chato, o tal vez falta de perspectiva universal. Pero estoy convencida que hay aspectos de nuestra idiosincrasia, sutilezas de nuestra manera de asumir y ver nuestra vida como pueblo, que solo un cubano podría entender y transmitir.
[3] Declaraciones escritas en una carta enviada al presidente Gerardo Machado, y firmada por intelectuales como Rubén Martínez Villena, Enrique José Varona, Gustavo Aldereguía, Manuel Márquez Sterling, Emilio Roig, Fernando Ortiz, José Zacarías Tallet, entre otros