Se miró las manos. Con tanta costra y tanto pinchazo parecían las manos de una pordiosera. La piel aparecía arrugada y ajada, amarillenta como un viejo pergamino. «¡Quién diría que sólo tengo veintinueve años», pensó sin poder evitar que se le nublara la vista por unas ardientes lágrimas que ya no tenían el poder de aliviarla. Se sentó en la cama, bajó las piernas hasta el suelo y se ajustó el camisón. Sería mejor que estirara un poco las piernas antes de la comida, antes de que los carros con las bandejas abarrotaran los estrechos pasillos de la planta de medicina interna en donde se encontraba ingresada desde hacía poco más de dos semanas. Esa misma mañana le habían retirado los sueros y le aseguraron que si comía bien y bebía suficiente agua, le retirarían la vía heparinizada que horadaba la fina piel de su antebrazo derecho.Llevaba dos semanas ingresada, pero su enfermedad la atormentaba desde hacía seis años.Salió al pasillo. No había casi nadie; un par de enfermeras repartiendo la medicación del almuerzo. Se alisó el corto cabello y se estiró nuevamente el camisón. Su madre no le había traído aún una bata decente por lo que debería pasear apenas cubierta con la fina tela azulada. Comenzó a caminar si a eso se le podía considerar los cortos pasitos de muñeca con los que inició su recorrido.A su mente volvieron de golpe, como por ensalmo de un espíritu maligno, sus primeros meses de espanto, de dolor, de temor de una muerte segura... de incredulidad.Sí. Incredulidad.Porque esa enfermedad no afectaba a mujeres jóvenes, cultas y sanas y hermosas como ella. Esa enfermedad afectaba a los drogadictos, a los tirados de la calle... a los homosexuales. ¡Qué equivocada estaba!Sida.Sólo pensarlo y apretaba fuertemente los párpados, como si el mero hecho de cerrar todo paso a la luz, tuviera el milagroso efecto de conseguir que nada hubiera pasado en realidad, que todo hubiera sido una penosa pesadilla de tintes horripilantes. Pero volvía a abrirlos y todo seguía igual. Y ella seguía enferma.Sabía cómo, cuándo y de quién se había infectado con ese virus del que tantas veces había escuchado hablar pero pocas se había detenido a conocer sus armas. Su apasionado romance con Ricardo, el ejecutivo de una importante firma de discos, en Ibiza. Romance que duró seis semanas, en el que no pusieron otros medios para hacer el amor que la píldora que ella tomaba de forma habitual desde que cumplió los dieciocho, tuviera pareja o no, nunca se sabía. Ricardo, ese hombre tan limpio, tan atractivo, tan escrupuloso de todo lo suyo, tan seguro de sí mismo. Adinerado, poderoso, apasionado. Ricardo murió tres años después de que acabara su corto idilio veraniego. Ricardo estaba enfermo de sida cuando se enrolló con ella y murió tres años después, justo hacía ya seis años. Irene se enteró de la muerte de su antiguo amante por un amigo común y, cuando lo supo, se lanzó como una loca a la consulta de su amigo Rafa que le hizo las pruebas y le dio el fatal diagnóstico...«Tienes sida, Irene»Y su mundo se hundió a su alrededor con tan espantosa noticia. No era portadora de anticuerpos, no tenía una oportunidad de que la enfermedad no se desarrollara, no. Tenía, ya, sida.Comenzó un tratamiento de choque con medicaciones de todo pelaje, pastillas a todas horas, infusiones intravenosas de líquidos ambarinos que tenían la puñetera virtud de hacerla sentirse a las puertas de la muerte...Pero lo peor, lo indiscutiblemente peor, no fue el dolor de su carne, el sufrimiento de su cuerpo; fue el rechazo de los demás.Perdió a todos los que consideraba amigos. A todos. Aquellos a los que consideraba personas amadas y cercanas, le dieron la espalda de forma radical y no negociable. Al ver la cruel reacción de esas personas, Irene no se molestó en pedirles apoyo. Quizá, pensó con amargura, ella habría hecho lo mismo si se hubiera encontrado con alguien cercano en su situación. Mantener alejado al infectado reduce las posibilidades de contagio... Sea cual sea la vía. ¡Cuánta ignorancia! No contó, por tanto, con otro apoyo que el de sus padres, únicos incondicionales que no temían tocarla, acariciarla o besarla para darle esos ánimos que cada día más le escaseaban y que necesitaba tanto como respirar.Suspiró.Aún se sentía débil. Este último achuchón que le había dado la enfermedad había sido muy fuerte y la había dejado extenuada, las fuerzas agostadas, resecas, como esos desiertos agrietados que tantas veces vio en la tele.Se giró lentamente y volvió a su cuarto. Apenas se había alejado unos metros y parecía que hubiera recorrido kilómetros. Se alisó el camisón, se mesó el cabello, hoy pajizo y frágil, en su día hermoso y rizado.Estaba muy cansada; mejor regresar.Se miró las manos, las costras, las arrugas...Y se perdió dentro de su habitación.
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Demasiado a menudo, a la gente en general se le olvida que el sida es una enfermedad de la que cualquiera se puede contagiar por vía sexual si no pone medios para evitarlo. Existen muchos individuos -hombres y mujeres- seropositivos, que no están enfermos y quizá no lo estén nunca, que pueden contagiar el VIH. No tienen un perfil concreto ni tienen unos rasgos determinados ni podemos identificarlos a simple vista de ninguna forma. Su aspecto es tan saludable como el de cualquiera. La cuestión es que muchos seropositivos no saben que lo son. Por ello es conveniente que siempre se adopten las medidas básicas universales cuando se mantienen relaciones sexuales con personas a las que no conocemos bien o que no estamos seguras de que no van a ser portadores. Es decir, siempre se debería utilizar el preservativo, no sólo para evitar embarazos no deseados, sino para evitar el contagio de infecciones como sida, hepatitis, sífilis, gonorrea... enfermedades que muchos consideran que pertenecen a tiempos pretéritos y están ahí. Y cada día se infectan más personas.Preservativo.Y, por ahora, nada más.