El 22 de abril de 1945 Albert Speer visitó por última vez a Hitler. Fue una visita que éste último no esperaba y quizá Hitler se sintió conmovido por el gesto. A estas alturas, el todopoderoso Führer gobernaba los restos de un imperio en ruinas y ya pensaba en el suicidio. A su alrededor sus lugartenientes conspiraban para obtener la mejor posición en la nuevo orden que estaba a punto de llegar, como si los Aliados tuvieran intención de reconocer un nuevo gobierno nazi. Speer, como máximo responsable de la producción de armamento de Alemania, sabía desde hacía bastante tiempo de la inevitable derrota. Después de despedirse de Hitler, recorrió por última vez las oscuras y ruinosas estancias de la Cancillería, su obra maestra arquitectónica que pronto sería destruida y quizá sintió nostalgia de otros tiempos, en los que su prestigio era tal, que muchos hablaban de él como el sucesor más probable del Führer.
En realidad las memorias de Speer son una gran justificación. El antiguo Ministro de Armamento se dedica en muchos pasajes a intentar convencer al lector de su falta de responsabilidad en los hechos que protagonizó. Speer se presenta a sí mismo como un arquitecto ambicioso, como una especie de Fausto que firmó un pacto con el diablo sin entender muy bien las consecuencias de lo que hacía. A pesar de sus altas responsabilidades en el Tercer Reich, tampoco se siente culpable del Holocausto, un tema del que habla poco, ni del trabajo esclavo que conseguía esas sorprendentes cifras de producción armamentística durante los años más intensos del conflicto. El autor da a entender que el suyo fue un proceso progresivo de fascinación hacia la figura de Hitler, un hombre que representó para él la seducción del poder a través de la realización de sus más variados sueños arquitectónicos:
" (...) me había convertido en adepto de Hitler, cuya personalidad me impresionó desde el primer momento y de quien desde entonces ya no iba a liberarme. Su poder de convicción, la magia peculiar de su nada agradable voz, lo insólito de su actitud más bien banal, la seductora sencillez con que enfocaba la complejidad de nuestros problemas… Todo aquello me confundía y fascinaba. Yo no sabía prácticamente nada de su programa. Hitler me había capturado antes de que pudiera comprenderlo."A pesar de todo lo dicho y que haya que leerlas con todas las prevenciones, las Memorias de Speer constituyen un formidable material de información acerca del funcionamiento interno del Tercer Reich y sobre la enigmática personalidad de Hitler. Es muy posible que el Führer, aspirante a artista y amante de la arquitectura viera reflejado en Speer el joven que a él le hubiera gustado ser. Juntos pasaron muchas horas placenteras planificando el Berlín imperial cuyos gigantescos edificios debían dejar testimonio del inmenso poder de Alemania. Aquí Hitler es retratado como un ser humano, alguien que puede ser amable e incluso afectuoso con quienes le rodean, pero que no ofrecía a nadie una amistad plena e íntima. Un hombre que guiaba sus grandes decisiones ante todo por su intuición y que estuvo a punto de hacerse el amo de Europa hasta que llegaron sus grandes errores en Rusia.
De entre los integrantes del círculo más cercano a Hitler es posible que Speer fuera el hombre más inteligente y lúcido. Tras la muerte de de Fritz Todt, en 1942 fue nombrado máximo responsable de la producción de armamentos de Alemania. Contra todo pronóstico, el nuevo Ministro logró aumentar la productividad hasta límites insospechados gracias a su capacidad organizativa y a los millones de trabajadores esclavizados y a pesar de la creciente campaña de bombardeos por parte de ingleses y americanos. Este esfuerzo inaudito no iba a servir más que para prolongar la agonía del Reich de los mil años, cada vez más cercado por sus enemigos y con un máximo dirigente cada vez más aislado y alejado de la realidad.
Cuando fue procesado en Nuremberg, junto al resto de los gerifaltes del nazismo que sobrevivieron, Speer no fue tan estúpido como para negar su responsabilidad, pero presentó su actuación como una especie de reconocimiento de culpabilidad en un sentido más espiritual que material, como si el velo de su ceguera solo se le hubiera caído en los últimos meses. Al final se libró de la pena de muerte y afrontó una pena de prisión de veinte años que cumplió íntegra. Durante su cautiverio tuvo tiempo de sobra para dedicarse a estas memorias, un libro fascinante y bien escrito a pesar de todo y que ha tenido una enorme influencia en estudios posteriores sobre el periodo. No es una lectura que deba abordarse sin tener conocimiento previo de los años del Tercer Reich, pero a la vez constituye un hito ineludible para cualquier historiador o aficionado puesto que, en cualquier caso, pocas personas conocieron tan íntimamente a ese diablo presuntamente seductor llamado Adolf Hilter.