«Ningún animal doméstico es capaz de una quietud igual a la de un animal salvaje. La gente civilizada ha perdido la capacidad de estarse quieta y debe aprender en silencio de la vida salvaje antes de que ésta te acepte».
Debe de ser por lo anterior por lo que trascurren algunas páginas hasta que el libro que os traigo hoy me acepta. Y es que, a pesar de la maravillosa prosa de Isak Dinesen y de sus hermosas descripciones, tardo algo en entrar y sentirme plenamente allí. Pienso si a Karen Blixen le sucedió lo mismo con África. Tal vez sí. «Ahora, recordando mi vida en África, pienso que en su conjunto puede describirse como la existencia de una persona que vino de un mundo agitado y ruidoso a otro tranquilo», me cuenta.
«Los nativos eran África en carne y hueso», también me dice. «La mente de los nativos funciona de una manera extraña, y está relacionada con la mentalidad de los pueblos desaparecidos». Los nativos «habían conservado un conocimiento que para nosotros se ha perdido con nuestros primeros padres; entre todos los continentes es África quien nos lo puede enseñar».
Debe de ser por lo anterior por lo que hasta que Karen Blixen no comienza a hablarme de los nativos no planto mis pies en África.
«Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong». Seguro que la frase os suena. Os confesaré que he hecho un poco de trampa. La imagen que tenéis a la izquierda no se corresponde con la de la portada del libro que he leído. No he leído Sombras en la hierba. Sí he leído Memorias de África, pero me repatean y mucho la mayoría de portadas de este libro. No es que me repateen Meryl Streep ni Robert Redford ni la oscarizada película que dirigió Sidney Pollack y protagonizaron ambos actores en 1985, pero si ya me suelen dar pereza las portadas de los libros que recurren a sus adaptaciones cinematográficas, cuando, como es el caso, lo de adaptación es algo más que dudoso, me ha parecido que dejar aquí la verdadera portada del libro que he leído sería incluso una trampa mayor que no hacerlo. Esto no es para nada una crítica a una película que por lo demás me encanta (aunque sospecho que alguna que otra licencia sobre la biografía real de su protagonista se toma), sino simplemente un aviso a navegantes de que no esperen encontrar en el libro lo narrado en la película (ni viceversa, por supuesto).Karen Blixen, inmortalizada para la literatura con el seudónimo de Isak Dinesen, tuvo una granja en África, al pie de las colinas de Ngong, cerca de Nairobi, Kenia. Vivió allí diecisiete años, entre 1914 y 1931. Pocos años después de su regreso a su Dinamarca natal escribió el que sería el más famoso de sus libros, Memorias de África. Como su propio título indica, no es una novela, ni siquiera una autobiografía, sino que se trata de un libro de memorias sobre su añorada estancia africana. Son muchas las lagunas biográficas de la narración y esta no sigue necesariamente un hilo temporal.
La autora danesa ha sido la escogida en Viajar leyendo autoras para viajar a Europa en el quinto bimestre del año, pero heme aquí que he terminado viajando a África, eso sí, de la mano de una europea.
Karen Blixen fue una europea que llegó a sentir África como su casa y que sintió profundamente tener que dejarla. Llegó a entenderla y a respetar profundamente a los nativos. Ello no ha de hacernos olvidar que los europeos llegaban a África a colonizar una tierra cuyos habitantes no pidieron en ningún momento que nadie la viniera a colonizar y que Karen no dejó de ser una colona. Sus aparceros eran kikuyus, como lo era Kamante, el enigmático muchacho del que nos habla holgadamente en la primera parte de este libro. Algunos de sus sirvientes eran somalíes, como lo era el fiel Farah, cuya presencia, supongo que por esa fidelidad, es una constante a lo largo de estas memorias. Como vecinos tenía a los masai.
«Desde la granja se podía seguir el trágico destino de la tribu masai del otro lado del río, que iba desapareciendo de año en año. Eran luchadores que habían dejado de luchar, un león agonizante con las garras cortadas, una nación castrada. Les habían quitado sus lanzas y hasta sus hermosos escudos y, en el cazadero, los leones perseguían a sus rebaños. Una vez, en la granja, tuve tres novillos que convertimos en pacíficos bueyes para el tiro y la labranza, y luego los encerramos en el patio de la granja. Aquella noche las hienas olieron la sangre, vinieron y los mataron. Pensé que ese era el destino de los masai».
De todos ellos nos va hablando Karen Blixen a lo largo de estas páginas, así como de su relación con ellos. Lo más curioso, sin embargo, es la relación de los nativos con los europeos. Los trataban con una mezcla de condescendencia y reverencia. Era como si pensaran que los blancos no entendían nada y a la vez sintieran que eran una especie de deidad o divinidad. «Los europeos han perdido la facultad de edificar mitos o dogmas, y cuando los necesitamos debemos recurrir a las reservas de nuestro pasado. Pero la mente de los africanos se mueve con naturalidad y con facilidad por caminos tan oscuros e intrincados. Este don suyo sale a relucir con fuerza en sus relaciones con los blancos».
Vamos, que los nativos esperaban a la vez poco y mucho de sus patronos, y una de las cosas que esperaban de Karen Blixen es que ejerciera de juez en sus kyamas. «Una kyama es una asamblea de los ancianos, autorizada por el Gobierno, para dirimir las diferencias locales entre los aparceros». Esto le dio a Karen más de un quebradero de cabeza, tal y como cuenta en sus memorias. Y es que «las ideas de justicia de Europa y África son distintas e incompatibles entre sí. Para los africanos no hay más que una manera de contrapesar las catástrofes de la existencia, y eso sólo se puede hacer mediante la restitución; no se preocupan por el motivo de la acción. Sea que esperas a tu enemigo y lo degüellas en la oscuridad; sea que cortas un árbol y se cae encima y mata a un despreocupado forastero: en lo que respecta al castigo, para el nativo los dos casos son lo mismo. En la comunidad ha habido una pérdida y hay que resarcirla en donde sea y por quien sea. El nativo no pierde el tiempo en pensamientos sopesando culpas o castigos; quizá piense que eso puede llevarle demasiado lejos o razone que esas cosas no le conciernen. Pero se dedicará a interminables especulaciones sobre el método mediante el cual se compense en ovejas y cabras el crimen o desastre —el tiempo no tiene importancia para él—; te conduce solemnemente por un sagrado laberinto de sofismas. En aquellos tiempos eso iba contra mis ideas acerca de la justicia».
Pero la danesa no nos habla solo de los nativos. También nos habla de sus amigos europeos, especialmente de los viajeros, que veían en su granja un lugar donde sentirse en casa entre viaje y viaje. Entre ellos se encontraba el inglés Denys Finch-Hatton, amante de Karen Blixen, aunque esa relación no es revelada explícitamente por la autora en estas memorias. De él, entre otras cosas, cuenta que le debe «el mayor, el más delicioso placer de mi vida en la granja: volar con él sobre África. Allí, donde no hay carreteras o hay muy pocas y donde se puede aterrizar en las llanuras, volar se convierte en algo de real y vital importancia en tu vida, te abre un mundo», un mundo contemplado, además, desde la maravillosa libertad que otorgan las tres dimensiones.
Karen Blixen mirando un máscara africana en 1959
Fotografía de Carl Van Vechten sin restricciones de uso conocidas
Fuente: Library of Congress, Van Vechten Collection
Los nativos sentían un aprecio sincero por Denys, así como por Berkeley Cole, amigo común de la pareja. Karen destaca en ambos hombres su anacronismo. Nos dice: «El apego particular, instintivo que todos los nativos de África sentían hacia Berkeley y Denys y unas cuantas personas por el estilo, me hizo pensar en que quizá los hombres blancos del pasado, de cualquier pasado, se hubieran entendido y simpatizado mejor con las razas de color que nosotros, los de la era industrial. Cuando se construyó la primera máquina de vapor, se separaron los caminos de las razas del mundo y no se han vuelto a encontrar».
Karen Blixen debió de ser una buena narradora oral. Eso supongo. Lo que sí puedo constatar con tan solo la lectura de estas memorias (he aplazado mi intención inicial de leer algunos de sus cuentos, en los cuales fue pródiga) es que Karen Blixen fue una extraordinaria narradora en lengua escrita. Aunque ni publica ni su carrera como escritora despega hasta que regresa a Europa, en su granja de África ya escribía mientras los nativos admiraban asombrados el funcionamiento de su máquina de escribir. Estos ni leían ni escribían (Karen montaría una escuela en su granja). Cuando querían escribir una carta para enviar noticias recurrían a un amanuense, y no es que estos se manejaran demasiado bien con el lenguaje. «El mundo de la palabra escrita se reveló a los nativos de África cuando yo vivía allí», me cuenta maravillada la escritora danesa. Los nativos reverenciaban la palabra escrita que, para ellos, contuviera los errores que contuviera, era como para un ferviente creyente la palabra de Dios. Igualmente los versos, aun estando más hermanados con la oralidad que con la palabra escrita, para ellos también eran algo desconocido. «Habla como lluvia», le pedían a Karen cuando se acostumbraron a la idea de poesía. «Por qué sentían que el verso era como la lluvia es algo que no sé», me cuenta la autora. «Quizá sea una expresión de aplauso, porque en África la lluvia siempre es deseada y bienvenida».
Ella, la amanuense de las historias de esa granja al pie de las colinas de Nong, sí que dominaba plenamente el lenguaje. Sus descripciones, como ya os he comentado, destilan belleza, y ya os imaginaréis que el paisaje keniano da para que se prodigue en ellas. Otra cosa que me maravilla de su prosa es la facilidad con la que transmite el hilo de sus pensamientos y lo bien que lo hilvana con la historia que está contando. Esto queda patente a lo largo de todo este libro, pero, fundamentalmente, en una de las cinco partes que lo componen, la cual está formada por breves textos a modo de anécdotas o reflexiones que casi podrían tomarse como entradas de diario o incluso pequeños ensayos. Lo mismo levanta uno de esos textos a los bueyes, esos animales que «en África han llevado encima la pesada carga del avance de la civilización europea. Donde quiera que se haya roturado nueva tierra han sido ellos quienes lo han hecho, arrastrando fatigosamente el arado, metidos hasta las corvas en la tierra, y los látigos silbando sobre sus cabezas. Donde se ha hecho un camino ellos lo han hecho; y han arrastrado penosamente el hierro y las herramientas a través de la tierra, bajo los gritos de los carreteros, por senderos en el polvo y las largas hierbas de las praderas, antes de que hubiera ningún camino»; que escribe una interesantísima disertación sobre el orgullo que omito, muy a mi pesar, por no excederme aún más en las citas que os estoy compartiendo; que me regala la maravilla sobre las iguanas con la que finalizo esta entrada; o que relata una historia sobre un zoológico ambulante de la que —aquí sí que soy incapaz de resistirme— os dejo el magnífico y revelador diálogo que dice así:
«—Su excelencia hace muy bien en mirar a las hienas —dijo—. Ha sido una gran cosa traer una hiena hasta Hamburgo, donde nunca había habido antes. Todas las hienas son hermafroditas y en África, de donde proceden, en las noches de luna llena se reúnen, se juntan en un círculo y copulan; cada animal toma el doble papel de macho y de hembra. ¿Lo sabía usted?—No —dijo el conde Schimmelmann con un ligero movimiento de disgusto.—¿No cree su excelencia —dijo el empresario— que, a la vista de este hecho, debe ser más duro para la hiena que para otros animales estar encerrada en una jaula? ¿Sentirá un doble deseo o estará, porque se reúnen en ella las complementarias cualidades de la creación, satisfecha y en armonía? En otras palabras, ya que somos todos prisioneros en la vida, ¿somos más felices o más desgraciados cuanto más talento poseemos?—Es curioso —dijo el conde Schimmelmann, que estaba absorto en sus propios pensamientos y no prestaba atención al empresario— comprobar que tantos cientos, hasta miles de hienas han vivido y han muerto para que podamos, finalmente, traer aquí a este espécimen, para que el pueblo de Hamburgo pueda saber lo que es una hiena y que los naturalistas puedan estudiarla.Avanzaron para mirar las jirafas de la jaula vecina.—Los animales salvajes —continuó el conde— que corren por tierras salvajes no existen realmente. Éste existe, le hemos dado un nombre, sabemos cómo es. Los otros pueden no haber existido; sin embargo, son la inmensa mayoría. La naturaleza es extravagante».
Denys Finch-Hatton con un elefante, fotografía en dominio público de autor desconocido
1931 fue un annus horribilis en la vida de Karen Blixen. Denys Finch-Hatton muere en un accidente de avión y la debacle económica de la granja la obliga a venderla, abandonar su amada África y volver a Dinamarca. La escritora piensa que quienes más la van a echar de menos son las mujeres mayores. A Karen los nativos la llamaban Msabu, que es una palabra india utilizada para dirigirse a una mujer blanca pero pronunciada con acento africano. Las ancianas, en cambio, se dirigían a ella como Jerie. «Jerie es un nombre femenino kikuyu, pero tiene algo de especial: cuando nace una chica en una familia kikuyu mucho tiempo después de sus hermanos y hermanas, la llaman Jerie y supongo que en el nombre hay una nota afectuosa». Pero, a juzgar por como la propia autora relata la despedida del continente, lo que yo pienso es que dejó una honda huella en todos los que la conocieron, tanto nativos como europeos. Kamante, a través de uno de esos insufribles amanuenses, le escribirá. Una de esas cartas dice así: «Escribe y dinos si vuelves. Pensamos que vuelves. ¿Por qué? Pensamos que nunca puedes olvidarnos. ¿Por qué? Pensamos que sigues recordando nuestras caras y el nombre de nuestras madres». «Un hombre blanco que hubiera querido decirte una cosa hermosa», explica Karen Blixen, «escribiría: «No puedo olvidarte». Los africanos dicen: «Pensamos que nunca puedes olvidarnos»».
Karen Blixen nunca regresó a África, pero sí cumplió el deseo de Kamante. No olvidó a los nativos ni tampoco lo que estos y África le enseñaron. Sus narraciones desprenden perspicacia y sabiduría. La mujer que llegó a África anhelando cazar un ejemplar de cada especie de caza africana terminó prefiriendo observar a los animales salvajes antes que cazarlos. Y es que Karen Blixen, como buena escritora, era una extraordinaria observadora. Sin embargo, ¡qué difícil es observar sin intervenir! ¡qué complicado entender que lo que no poseemos existe más allá de nuestra ignorancia o precisamente por ella! Eso también se lo enseñó África —en la que hay mucho que observar y en la que hasta las iguanas dan lecciones—, que ya existía mucho antes de que llegara el hombre blanco. Qué difícil es conciliar esto con que si el hombre blanco no hubiera puesto un pie allí nadie nos hubiera contado África y no existiría para nosotros.
«En la reserva, a veces me encontraba con iguanas, los grandes lagartos, mientras tomaban el sol sobre una piedra plana en el lecho de un río. No tienen nada de bonito en su forma, pero su colorido es extraordinariamente hermoso. Brillan como piedras preciosas o como las vidrieras de una vieja iglesia. Cuando, al acercarte, huyen rápidamente, hay un relámpago de azul, verde y púrpura sobre la piedra, los colores parecen permanecer tras ella en el aire, como la cola luminosa de un cometa.Una vez maté a una iguana pensando que podría hacer algo bonito con su piel. Ocurrió algo extraño, de lo que no me podré olvidar nunca. Cuando fui hacia ella, que yacía muerta sobre una piedra, realmente mientras andaba unos pocos pasos, se fue apagando y volviéndose pálida. Todos los colores desaparecieron como en un largo suspiro y, cuando la toqué, estaba gris y opaca como un grumo de cemento. Era la viva e impetuosa pulsación de la sangre dentro del animal la que irradiaba hacia afuera aquel brillo y esplendor. Ahora que la llama se había apagado, que su alma se había ido, la iguana estaba tan muerta como un puñado de arena. Con frecuencia he matado iguanas y siempre recordaba la de la reserva.Una vez, en Meru, vi a una joven nativa con un brazalete, una banda de cuero de dos pulgadas de ancho y adornada con cuentas de color turquesa muy pequeñas que cambiaban de color y se volvían verde, azul celeste y ultramar. Era algo extraordinariamente vivo; parecía que el brazo respiraba, así que me encapriché y mandé a Farah a comprarlo. Tan pronto como lo puse sobre mi brazo lo abandonó el espectro. Ahora no era nada, era una pieza de bisutería pequeña y barata. Había sido el juego de los colores, el duelo entre la turquesa y el negre —ese movedizo, dulce negro amarronado, como turba y cerámica negra de la piel nativa— lo que le había dado vida al brazalete.En el museo Zoológico de Pietermariztzburg vi un pez de aguas profundas disecado en una vidriera, con la misma combinación de colores, que había sobrevivido a la muerte; me hizo preguntarme qué clase de vida habrá allí, en el fondo del mar, que encierra algo tan vivo y fresco. Allí, en Meru, miraba mi pálido brazo y el brazalete muerto, era como si se hubiera cometido una injusticia con algo noble, como si se hubiera eliminado la verdad. Me pareció tan triste que recordé la frase de un héroe en un libro que había leído de niña: «Los conquisté a todos, pero yazgo entre tumbas.»En un país extranjero y con especies de vida extrañas se debe de tener cuidado para ver qué cosas conservan su valor después de la muerte. A los colonos del África Oriental les doy un consejo: «Por el bien de vuestros ojos y de vuestro corazón, no matéis iguanas»».
La casa de la granja de Karen Blixen al pie de las colinas de Ngong alberga en la actualidad el Museo Karen Blixen
Fotografía de Rod Waddington bajo licencia CC BY-SA 2.0
Ficha del libro:
Título: Memorias de ÁfricaAutora: Isak DinesenTraductores: Barbara McShane y Javier AlfayaEditorial: AlfaguaraAño de publicación: 2011 (1937)Nº de páginas: 384ISBN: 978-84-204-0746-3
Viajar leyendo autoras: con la lectura de Memorias de África de Isak Dinesencontinúo mi participación en el club de lectura #ViajarLeyendoAutoras organizado por Isa Martínez (@MtnezIsa, @readingsnorth). La iniciativa consiste en lo siguiente (copio y pego de la descripción del club facilitada por Isa en el grupo de facebook en el que se desarrolla el mismo):
Club Viajar Leyendo Autoras:
Las lecturas serán bimestrales. En enero y febrero viajaremos a África. En marzo y abril viajaremos a América. En mayo y junio viajaremos a Asia. En julio y agosto haremos el viaje especial a España. En septiembre y octubre viajaremos a Europa. Y por último, en noviembre y diciembre viajaremos a Oceanía.
Cada bimestre, a través de una encuesta, escogeremos una autora y cada uno leerá la obra u obras que decida. Iremos comentando nuestras elecciones, compartiendo impresiones y haciendo recomendaciones.
Para leer en septiembre y octubre han sido propuestasDaša Drndić (Croacia), Isak Dinesen (Dinamarca) y Silvia Federici (Italia), siendo elegida por votación la segunda de ellas. Mi voto fue para Daša Drndić.
Isak Dinesen, seudónimo de Karen Christence Blixen-Finecke, nacida Karen Christentze Dinesen (Rungsted, Dinamarca, 1885 - Rungsted, Dinamarca, 1885), fue una escritora danesa. Casada con el barón Bror Blixen-Finecke, del que se separó tras seis años de matrimonio, inicia con él una plantación de café en Kenia con la que más tarde continuaría en solitario. Comienza a dedicarse en serio a la escritura a su regreso a Dinamarca. Su primer libro publicado fue Siete cuentos góticos. El segundo fue Memorias de África, que tuvo un considerable éxito y la consolidó como escritora. Cultivó diferentes géneros literarios, pero destacó especialmente en la narrativa corta a través de sus varios libros de relatos. Fue candidata al Premio Nobel de Literatura.Si te ha gustado...¿Compartes? ↓