Revista Opinión
Antoine y Consuelo de Sant Exupery.
¿Quién no ha leído con emoción la historia del Principito de Antoine de Saint-Exupéry? ¿Quién no ha escuchado en su interior, alguna vez el diálogo entre el Pequeño Príncipe y el zorro cuando éste le repite dulcemente: “Apprivoise-moi”. El Pequeño Príncipe ignoraba lo que esta palabra quería decir. El zorro tuvo que ir explicándole que era algo demasiado olvidado entre los hombres. “Crear lazos, eso es lo que significa apprivoiser”. Y, pacientemente, el zorro fue indicándole los pasos que deberían dar ambos para que, poco a poco, sintieran la necesidad el uno del otro.
- “Tú será único para mí... y yo seré único en el mundo”. Oyendo al zorro, el Principito comprendió que una rosa le había “domesticado”. Fue precisamente esta rosa en quien se inspiró Saint-Exupéry para escribir su historia. Se llamaba Consuelo Sucín, una salvadoreña sensible y apasionada que domesticó el corazón inquieto y complejo del aviador-escritor, o del escritor piloto. Fue la esposa, la compañera que vivió a su sombra, desde 1930, en que se conocieron en Buenos Aires. Catorce años más tarde, el aviador desaparecía a bordo de su monoplaza en algún lugar del Mediterráneo.
“Ser la mujer de un piloto es un oficio, ¡pero serlo de un escritor, es un sacerdocio!”. Así resumía Consuelo, la Rosa del Principito, su apasionada y tormentosa vida al lado de aquel “gigantón de andares torpes que escondía un alma sensible, nunca deshacía el nudo de sus corbatas, perdía sus zapatos por la habitación y pedía a sus amigos que le ayudaran a buscarlos”. Fueron catorce años de constantes zozobras, de encuentros y desencuentros encadenados, de infidelidades mutuas y apasionadas reconciliaciones. Para la gente que rodeaba al escritor, los que a veces vivían a costa de su generosidad, ella era “la pequeña Consuelo, la ‘española’ caprichosa que hacía escenas. Y, tras la muerte del escritor, el héroe se mantuvo muchos años en el pedestal hasta que las memorias de Consuelo, que nunca tuvo intención publicar, fueron para ella una necesidad vital, una satisfacción que se debía a sí misma y también a “Tonio”, al que había amado con todas su contradicciones.
“Me resulta muy penoso –escribe ella– sacar a la luz la intimidad de mi hogar junto a mi marido. Creo que una mujer nunca debería tocar este tema, pero me veo obligada a hacerlo antes de morir porque se han contado muchas mentiras sobre nuestra vida familiar y no quiero que eso continúe. ¡Realmente, cuando el sacerdote dice que estás casado para lo bueno y para lo malo, es verdad!” Las “Memorias de la rosa”, fueron descubiertas por azar, transcurridos más de cincuenta años después de que fueran escritas, pero ha sido un feliz hallazgo porque nos devuelven la figura de un Saint-Exupéry más humano, más próximo a nuestras propias contradicciones, quizás menos heroico, no tan generoso y romántico. Consuelo las escribió de un tirón, con un estilo directo y apasionado, no desprovisto de belleza y elegancia, que en nada desmerece de la escritura de su marido. Es el relato vibrante de la mujer que vivió en silencio sus soledades, que esperó mil regresos, que vivió la zozobra de las sucesivas infidelidades, pero que se mantuvo junto a él hasta aquel verano del 44, en que el aviador abandonó su temporal exilio en Nueva York para emprender su último “Vuelo de noche”.
Aquel verano, Consuelo se desplazó desde Nueva York, donde se había refugiado, después de haber atravesado toda la Francia ocupada, hasta North Fort, a tres cuartos de hora de tren al norte de la gran urbe. Allí alquiló aquella casa y la preparó para que “Tonio” terminara de escribir su libro “Vol de nuit”. North Fort fue para Consuelo la paz recuperada. “En Bevin House fui muy feliz”, diría al final de sus memorias. Fue uno de los pocos momentos de calma después de tantos viajes, de ausencias, de crisis, de engaños... Trataba de retener por algún tiempo aquella mariposa, que estaba a punto de dibujar en el aire su último vuelo. Allí acudían los amigos del escritor: Jean Gabin, Marlène Dietrich, Greta Garbo, André Maurois, Marx Ernst... La casa se convirtió en la Casa del Principito, todos posaban para el Príncipe y luego se ponían furiosos al comprobar que el dibujo se había convertido en un señor con barba, en una flor o en un pequeño animal. Fueron los últimos instantes de felicidad, antes de que el aviador acudiera a la llamada de la muerte con la que tantas veces había flirteado.