Revista América Latina

Memorias de mis huevos tristes

Publicado el 04 julio 2013 por Yohan Yohan González Duany @cubanoinsular19

huevo-fritoPor: Ruslán Olivares (El Colimador)

Aunque me considero un tipo bien informado la noticia me tomó de sopetón. Luego me dirían mis coleguillas que hacía rato “que eso se comentaba en la calle, que se sabía, que se esperaba y bla, bla, bla…”,  todas esas cosas que decimos los cubanos cuando pretendemos sabérnoslas todas, pero (si fue realmente así), confieso que esta vez no oí sonar el río; la subida – bajada del precio de los huevos fue para mí un sorpresón.

Y como buen cubano de a pierruli enseguida me puse a analizar, matemática y filosóficamente las implicaciones que para mi muy escuálido bolsillo podía tener la medida del MINCIN.

Yo, que nací cuando se acababan los setenta y vacilé como pude lo que me tocó en uso de razón de la década del “¿te acuerdas?”, tengo una profunda relación de amor – odio con los huevos: Primero fue aversión, pues era poco menos que pi constante en el menú de mi seminternado, junto con los omnipresentes chícharos, que acompañados de arroz blanco se ganaron el mote jodedor de “los tres mosqueteros”. 

Luego, en un viraje radical de la relación, comenzaría a apreciarlos a límites enfermizos. Recuerdo que en aquellos años bárbaros en que mi padre bajó de 200 a 135 libras me mataron mucha hambre y en buena lid nos salvaron a mí, a él y a mis hermanos. No puedo olvidar que mi madre (la mujer más luchadora que he conocido en mi vida) agarró unas ropas viejas, arrancó para el campo a la buena de Dios y regresó con unas botellitas de manteca de puerco y cinco pollos tísicos que se convirtieron en patrimonio familiar de nuestro apartamentico de micro allá en Arroyo Naranjo, pues con el tiempo se convirtieron (a base de sancocho, no había otra cosa) en unas también tísicas gallinas que de vez en cuando ponían un huevito y hasta sacaron pollitos (igual de tísicos) en el minúsculo patio de 1.50 x 0.75 metros de nuestro apartamento, que, además, compartían con Kiko, el puerco que criamos en ese lugar desafiando las leyes de la física… El que no haya vivido eso no puede comprender lo que vale un huevo.

Hoy me río de mi guanajería de aquellos años en que, con un mocho de lápiz y una libreta ajada de tanto manoseo ideaba las más brillantes estrategias empresariales que permitirían, tras un complejo proceso científico de cruzamiento de mis cinco anémicas gallinas y su descendencia, aumentar la producción de huevos a niveles que alcanzarían para alimentar todo el familión a base de huevo hervido, revoltillos con agua y ocasionales tortillas.

De más está decir que en cuanto la situación mejoró un poco en el año 95 las gallinas se fueron del parque… es decir del patio. Fue un 28 de noviembre (lo tengo clarito, clarito) el día que el puerco se comió la puerta de cartón tabla de la cocina que daba al patio, y acompañado de las doce gallinas que había en ese momento, atacaron la casa en nuestra ausencia, formando una cag…. de proporciones bíblicas tales, que mi madre, a pesar de que había jurado y perjurado que ella prefería regalar los animales antes que matarlos, salió personalmente a buscar un matarife (de aquellos que por un pedazo de carne mataban a Supermán), y por primera, y única vez en mi vida, vi el refrigerador con más carne de la que podía desear comer.

Claro que, con el sacrificio de las gallinas, se perdía la única fuente “estable” de huevos, pero también se restablecía la paz familiar y yo particularmente me quitaba de arriba la horrible misión de ir puerta x puerta de los veinticinco apartamentos de mi edificio mendigando cascaritas y sobras para malalimentar nuestros bichos.

Además, fue por esa fecha que se reguló el envío de huevos a la carnicería (aunque de quince que te daban antes en dos envíos se quedaron en diez, de los cuales cinco serían a 0.15 centavos y cinco a 0.90 en una política de precios que mi maleducado cerebro atribuyó a una inexplicable apreciación del c… de algunas gallinas, porque realmente no podía explicármela).

A eso se le sumó la posterior puesta en venta de forma “liberada” – otro terminó de cubano de anjá – que permitió ir resolviendo a la familia, pues si bien 1.50 pesos por un huevo es un precio a mi juicio bastante alto para unos salarios – también a mi juicio – bastante bajos, al menos es muy inferior al de una libra de bisté que en una interminable subida de montaña rusa ya va por 40 pesos (y parece que no piensa parar y bajar), y, sobre todo, mucho más estable al estar regulado por el Estado cubano.

Desde entonces hacia acá el huevo ha sido el salvavidas del que me he agarrado siempre cuando ya al final del salario me viene sobrando mucho mes.

Es cierto que a veces se desaparece como Matías Pérez cuando algún ciclón afecta Burundi o sube el precio del pienso (gallinas maleducadas las nuestras que en pleno Período Especial quieren seguir comiendo bueno), pero como regla siempre vuelve a aparecer; aunque cuando se espacía mucho, yo, de infelice, me veo obligado a acudir al revendedor, que siempre tiene y que alegremente me los clava a 2.00 y cuando se pierde mucho hasta a 2.50 (horror): Algún día alguien hará un estudio profundo de las fortunas negras que se levantaron en este país a costa de la revendedera de huevos.

Por eso me alegro de que baje el precio de la “venta libre” de 1.50 a 1.10. Ahora con lo que antes compraba un cartón de 30 huevos (justificada esclavitud mensual) ¡Podré comprar 40! Es decir me ahorro diez cañitas, cuando con los liberados de 0.90 sólo me arroba un pesito.

Es, al menos, una gota en el mar de en un mundo en que todo sólo sube y sube… Claro, que siempre queda el riesgo de que la oferta no sea estable, pero no hay que ser mal pensado, a fin de cuentas todo tiempo futuro tiene que ser mejor y va y hasta los cuentapropistas rebajan el pan con tortilla…

 


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