Capítulo veintiuno: Wilbur se quiere suicidar
Hay reuniones que, aparte de fomentar el pánico existencial y las cefaleas tensionales, te regalan enseñanzas definitivas. En una de las más recientes he aprendido que trabajar en el mismo edificio no implica obligatoriamente remar en la misma dirección. Cada despacho puede llegar a ser un ombligo asediado por fuerzas centrífugas.
La empresa, vista como un organismo, tiende a la autoagresión. Los pulmones prefieren dejar de respirar un rato con tal de que el corazón sufra, los dedos de una mano organizan una fiesta cuando consiguen atrapar a sus congéneres con el marco de la puerta. Con la sospechosa cantidad de tiros en el pie que nos regalamos deberíamos concluir que hemos sido infiltrados por el enemigo, sea quien sea el que esté interesado en que hasta lo más sencillo resulte impracticable, farragoso, demoledor, eterno. Hay mañanas que parecemos el campo de pruebas de una agencia de contrainteligencia para ensayos cuádruple ciego: los individuos no saben a qué grupo pertenecen, los investigadores tampoco, el que analiza los resultados desconoce qué intervención se ha producido y en el fondo nadie lo realiza, porque no importa.
Existe una buena cantidad de problemas achacables al funcionamiento cotidiano de un sistema invadido por costumbres atávicas y de una rigidez extrema, muy poco adaptable a situaciones concretas donde la norma, lejos de apoyar decisiones, resulta un impedimento. La mejora de los instrumentos de gestión y el desarrollo de nuevas herramientas y leyes es clave. Pero también, aun a riesgo de sonar demagógico, la pérdida de una perspectiva integral conlleva perjuicios de todo tipo para los usuarios, convertidos en ocasiones en el arma arrojadiza de estas imprevisibles escaramuzas. Y eso, en definitiva, es algo completamente dependiente de cada uno.