«En la universidad, mi tarea es encarnar a «Joyce Carol Oates».Estrictamente hablando, no estoy encarnando a esa persona, porque «Joyce Carol Oates» no existe, salvo como forma de identificar a una autora. En los lomos de los libros ordenados en algunas bibliotecas y librerías puede leerse oates, pero ése es un término descriptivo, no un nombre.Esto no es una persona. Esto no es una vida.Una vida de escritora no es una vida.[...]Esta «Oates», este yo casi público, me resulta apenas visible, igual que la imagen en el espejo, vista de cerca, es difícil de ver. «Oates» es una isla —un oasis— hacia la que, en esta agitada mañana, puedo remar en una pequeña chalupa insegura con un remo difícil de manejar; el camino es arduo, no porque las aguas sean profundas, sino porque son poco profundas y están llenas de algas, y el fondo de la embarcación corre peligro por las rocas. Sin embargo, una vez que he remado hasta esta isla, este oasis, este remanso de calma en el caos de mi vida, cuando llego a la universidad, compruebo mi correo y subo a la segunda planta del 185 de Nassau, donde tengo un despacho desde el otoño de 1978, en cuanto soy «Joyce Carol Oates» para mis colegas y mis alumnos, invade mis venas una especie de euforia temblorosa. Siento no sólo confianza sino la certeza de que estoy donde debo y cuando debo. La angustia, la desesperación, la ira que he sentido —que han transformado de tal manera mi vida— se desvanecen de inmediato, como el sol hace desaparecer las sombras en un muro.[...]Mientras sea capaz, con un éxito razonable, de encarnar a «Joyce Carol Oates», no se podrá decir que esté muerta ni acabada todavía».Joyce Carol Oates, JCO, como ella misma abrevia en llamarse en más de una ocasión, no existe. JCO, sin embargo, es a quien yo conozco y admiro. Nunca he sentido curiosidad por la persona que hay detrás del nombre que firma magníficas novelas y relatos. Oates no es de esas escritoras de las que, al leer sus libros, sienta curiosidad sobre su vida. Me ocurre con otras pero nunca me ha pasado con ella. De hecho, creo que mi decisión de leer el libro que os traigo hoy ha estado motivada más por el descarte o incluso la indecisión que por otra cosa. Entre tan ingente cantidad de libros de la autora que tengo pendientes de leer, este, al tratarse de unas memorias, digamos que de alguna manera destacó entre los otros, y ello a pesar de que lleva varios años publicado (y yo también varios sabiendo de él) y siempre ha habido libros de la estadounidense que me han llamado más la atención.
Así, pues, mi deseo de continuar leyendo a JCO me ha llevado a conocer a Joyce Smith, o tal vez sea mejor decir a, simplemente, Joyce. Cómo continuar siendo la señora Smith cuando Ray Smith ya no existe, y, al mismo tiempo, cómo dejar de ser la señora Smith.
«Es un tema tabú. Cómo traicionan los vivos a los muertos.Los que estamos vivos —los que hemos sobrevivido— comprendemos que nuestra culpa es lo que nos liga a los muertos. Podemos oírlos llamándonos constantemente con una incredulidad creciente en la voz: «No me olvidarás, ¿verdad? ¿Cómo puedes olvidarme? No tengo a nadie más que a ti»».
Cómo dejar de ser de repente la señora Smith cuando conoció al señor Smith un día en una reunión de estudiantes de posgrado de Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad de Wisconsin y él le «preguntó si me gustaría cenar con él esa noche, que era la noche del 23 de octubre de I960, y le dije que sí —sí me gustaría—, así que esa noche, y la noche siguiente, y la noche siguiente, cenamos juntos en Madison, y una de esas noches hicimos una cena improvisada en la pequeña habitación que alquilaba Ray en Henry Street, y decidimos casarnos el 23 de noviembre y nos casamos —en Madison, en la sacristía de la capilla católica— el 23 de enero de 1961; y durante cuarenta y siete años y veinticinco días estuvimos juntos prácticamente cada día y cada noche hasta la mañana del 11 de febrero de 2008, cuando llevé a mi marido a Urgencias del Centro Médico de Princeton; y hablamos todos los días de esos cuarenta y siete años y veinticinco días hasta la madrugada del 18 de febrero de 2008, cuando recibí la llamada que me sacó del sueño y me convocó al hospital». Cómo dejar de ser la señora Smith tras serlo durante cuarenta y siete años y tras haberlo sido desde los veintitrés.
Pero de la noche del 17 de febrero de 2008 a la mañana del 18 del mismo mes y del mismo año la señora Smith se convierte en Joyce: un nombre solitario en mitad de la nada. «Cuando una no está sola, está protegida. Está protegida del terror descarnado, implacable, inexpresable, indescriptible, que representa estar sola. Está protegida de saber su propia insignificancia, su alma de basura». «Ray ha sido siempre el depositario del sentido común en nuestra familia. El cónyuge que, con un pequeño tirón, sujeta la cometa que pretende alejarse, subir hasta la estratosfera y perderse, hacerse pedazos». Pero Ray Smith ya no existe. Y Oates es solo un parapeto para la reciente viuda.
Memorias de una viuda es un libro sobre el duelo. Oates lo comienza relatando un accidente de tráfico que vivió junto a su marido y que pudo costarles la vida a los dos, para luego pasar a contar la indisposición que sintió su esposo meses después una madrugada, su ingreso en urgencias y estancia hospitalaria, su repentina muerte días después y los primeros meses de la escritora como viuda: la frialdad y peso de los papeleos; el apoyo de los amigos; su refugiarse en el trabajo (en ser la profesora Oates que imparte sus clases universitarias y en acudir a actos a los que es invitada JCO, pues, escribir, tan solo es capaz de escribir e-mails, método que prefiere para comunicarse en esos momentos y de los que deja muestras en este libro) «porque el trabajo es, si no siempre cordura, sí un contrapeso a la locura»; el sentirse morir cada vez que alguien, de manera bienintencionada, se acerca a expresarle el pésame; su miedo a perder la compostura en público; su batallar con el insomnio y la medicación y su repentina comprensión hacia los alcohólicos y drogadictos, pues son «los heridos andantes que nos rodean: son nosotros mismos, automedicados»; su indefensión ante el basilisco, como ella lo llama, que la acucia haciéndola sentir insignificante, mediocre, patética, pequeña y la tienta con la idea del suicidio; su estéril sentimiento de culpa por no haber hecho más, por no haber hecho esto en vez de aquello otro, por ser ella la que insistiera a su marido en acudir al Centro Médico de Princeton, donde le esperaba un patógeno diferente al que lo aquejaba cuya infección fue mortal, por estar durmiendo (por fin, despreocupada, pues Ray se encontraba mejor e iban a darle el alta en los próximos días) mientras él se estaba muriendo, por no estar ahí mientras él se moría solo (ninguna cara conocida, ningún médico ni personal sanitario habitual que le hubiera atendido con anterioridad, solo personal joven de guardia en una noche de domingo) cuando tal vez él ni siquiera fuese consciente de estarse muriendo, su egoísta, en fin, sentimiento de culpa.
Memorias de una viuda es un libro sobre el duelo pero también es mucho más. «Si bien las memorias son el género literario más seductor, también son el género más peligroso. Porque las memorias son un depósito de verdades que se exponen por separado, pero no pueden ser el depósito de la Verdad, que es tan ancha como el cielo, demasiado grande para poder abarcarla de una mirada». «Todas las memorias son viajes, investigaciones». «Estas memorias son una peregrinación». Joyce peregrina en ellas por su dolor, su soledad y su indefensión y JCO le da forma literaria a ese depósito de verdades.
flowering dogwood, Cornus florida, Cornaceae, fotografía de Ryan Somma bajo licencia CC BY 2.0
Joyce y Ray formaban un matrimonio estable y creo que puedo decir que feliz; un matrimonio, a tenor de lo que he leído, basado en el respeto y la amistad. Cuarenta y siete años juntos, día tras día, con tan solo algunas noches ella ausente por compromisos profesionales. Ella dedicada a la escritura y su trabajo universitario; él, a su incombustible trabajo de editor; ambos instalados en su feliz rutina. No era raro verlos paseando juntos; hay, incluso, quien no puede imaginarse al uno sin la otra y viceversa. Sin embargo, sabían mantener y mantenían cierta parcela en reserva. Tal vez ese fuese el secreto de su matrimonio. Él, por ejemplo, nunca leía las obras de ficción de ella: JCO era una extraña para él. A ella no le gustaba importunarle, para qué expresar contrariedad o contar algo que puede herir si no es estrictamente necesario. En cierto sentido, podría decirse que se protegían el uno al otro de esa manera.
«Nunca quise ser una esposa que perturbara a su marido. Nunca quise pelearme, discrepar ni ser desagradable. Me parecía que el riesgo era quedarse sin amor, si una esposa se enfrentaba a su marido en contra de sus deseos.Y ahora estoy sin amor. Y qué extraña lucidez parece otorgarme eso, como un desinfectante aplicado en una herida abierta».Joyce era una mujer joven con estudios universitarios en los años sesenta. Una mujer que, por ejemplo, se indignó cuando el matrimonio compró su primera vivienda y les concedieron la hipoteca teniendo solo en cuenta los ingresos de él y no el salario de ella, pues daban por hecho que no tardaría en tener hijos (nunca tuvieron) y dedicarse exclusivamente a la maternidad. Una mujer a la que, paradójicamente, en los primeros tiempos de su matrimonio le cuesta mostrar desacuerdo con su marido hasta por los motivos más nimios. Tardará años en poder hacerlo y, aun así, lo que nunca se permitirá es cruzar determinadas líneas invisibles. «En un matrimonio, como en cualquier relación íntima, existen sumideros. O tal vez campos de minas. Uno no tropieza con ellos. No comete ese error. No comete ese error una segunda vez». Lo que Joyce no podrá evitar, tras la muerte de Ray, es pensar si hizo bien evitando el sorteo de esos campos de minas. Estéril incertidumbre, la suya: todos somos un poco como es JCO para sus lectores y para el mundo, alguien que no existe, pero que los demás dan por verdadero.
«Si una viuda es sincera sobre sus sentimientos, reconocerá que tiene miedo, desde que murió su marido, de descubrir algo sobre él, de que le salte a la cara alguna cosa sobre él de la que no sabía nada. La viuda tiene miedo de no haber conocido íntimamente a su marido, o, si lo conocía íntimamente, de no haberlo conocido en una faceta más pública, como lo conocían otros.Porque la intimidad puede cegar. Cuanto más cerca estás, menos puedes ver.Porque existe —en todos nosotros, tal vez; en algunos de nosotros, sin duda— algo imposible de conocer, inaccesible. Una otredad obstinada, inextricable e intransigente».
Ray no era ningún ser oscuro. Era un tipo afable, inteligente, lúcido, enamorado de su trabajo y amante de su esposa. La respetaba, la apoyaba y le quitaba importancia y relativizaba las preocupaciones de ella. Si ella se mostraba cautelosa en los primeros años de su matrimonio, pienso que era más bien por juventud, por falta de experiencia, o por lo que en aquel entonces una mujer, a pesar de intelectualmente precoz, entendía que debía ser el comportamiento ejemplar de una esposa. En cuanto a aquello con lo que evitaba tropezar, se refiere a un conflicto familiar y a un episodio de juventud de Ray. Todos, en mayor o menor medida, tenemos en nuestras mochilas algo que nos duele y sobre lo que preferimos no hablar y no compartir y que, quizás, aquellos más íntimos que tal vez lo conocen o lo sospechan en parte, lo eluden quién sabe si por discreción, pudor, empatía o incluso comodidad. Hacia el final del libro podremos conocer más de ese tema. O no, porque sucede a menudo que cuanto más sabemos de algo más crece lo que desconocemos e incluso que aquello que creemos descubrir tan solo lo imaginamos o rellenamos. En cualquier caso, es una parte maravillosa de estas memorias que he leído con auténtica fascinación.
Tulipa sp., fotografía de chenoburko bajo licencia CC BY 2.0
Hay muchas más cosas maravillosas en este libro. Hay algún que otro recuerdo de la vida conjunta del matrimonio. Hay reflexiones sobre la escritura, que, los que sois más asiduos a este blog, ya sabéis que acostumbro a disfrutarlas mucho. Hay alguna que otra cita intercalada de otros autores porque JCO, amén de escritora, es lectora y además magnífica. Hay reflexiones sobre otros temas. Está la latente raíz del dolor de Joyce, que no es otra cosa que la asunción del desvanecimiento de todo aquello que daba por seguro, es decir, la pérdida de «casa, hogar, familia; son palabras misteriosas, cargadas de significado. Indican situaciones que damos por descontadas hasta un día en el que, de forma irrevocable, ya no podemos darlas por descontadas».
Las partes de este libro relativas al duelo me han gustado. JCO me ha conmovido en muchos momentos, pero también hay cosas que me han sobrado. Todo lo demás me ha encantado. Hubiera seguido leyendo y leyendo sus reflexiones al hilo de ese duelo, conociendo más episodios de su vida pasada y de ese joven matrimonio. No he podido evitar pensar que, a partir de ahora, cada vez que lea un libro suyo sí voy a sentir más curiosidad sobre ella. No obstante, íntimamente casi estoy segura de que no va a ser así. Joyce Carol Oates no es de ese tipo de escritoras. Su ficción no nace de su experiencia vital (en algún momento quizás lo haga, por supuesto, pues toda ficción lo hace, pero no es algo predominante en el caso de Oates) sino que su origen está en su entorno (y no solo en el más próximo), en su capacidad de observación y también en sus puntos más vulnerables. De esto último me he dado cuenta leyendo este libro, aunque, sinceramente, no sé porque no me ha dado por pensarlo antes, pues acostumbro a entender que la obra de un autor gira en torno a sus inquietudes y preocupaciones.
Lo que también acostumbramos a entender es que un escritor tan lúcido como es JCO, con esa asombrosa capacidad introspectiva hacia sus personajes y las ambivalentes relaciones que trama entre los mismos, amén del desnudo que en ocasiones realiza sobre un país tan contradictorio como es el suyo, ha de ser, necesariamente, una persona rebosante de seguridad en su ámbito privado. «Me gustaría decirles que ser un escritor «establecido» —incluso un «escritor estadounidense importante» (una designación que me resulta totalmente irreal)— no implica confianza, seguridad ni el sentido de quién es uno», nos reconviene ella misma. Y es que cuando Joyce se despoja del Oates de la portada de sus libros y del Smith que le ha dado la mano durante cuarenta y siete años no queda sino una mujer a la deriva.
A veces, cuando leo determinados libros o sobre determinados temas, pienso tonta e ingenuamente que leer me protege, que vivir a través de la lectura determinados sucesos o situaciones me ayudará a estar preparada para cuando me toque de verdad vivir algunas o si alguna vez me toca vivir otras. De lo que me he dado cuenta leyendo Memorias de una viuda es de que Joyce Carol Oates (entre otros motivos, por supuesto, al igual que yo leo también por otros motivos) escribe por la misma razón. Escribe porque «las palabras pueden ser «impotentes», pero las palabras son lo único que tenemos para apuntalarnos contra nuestra ruina».
«Me veo obligada a pensar, y no es la primera vez, que, en mi escritura, me he lanzado hacia delante —sin reparos, sin cuidado, podría decirse, o «sin miedo»— hacia mi propio futuro: este momento de puro vacío angustiado. Aunque tal vez tuve, desde la adolescencia, una especie de precocidad intelectual y literaria, la verdad es que no había experimentado muchas cosas; ni experimenté mucho hasta bien entrada la madurez: las enfermedades y muertes de mis padres, esta muerte inesperada de mi marido. «Jugamos con bisutería hasta que nos merecemos la perla», dice Emily Dickinson. «Jugar con bisutería» es lo que hacemos durante la primera parte de nuestras vidas. Y luego, con la violencia de una puerta cerrada de golpe por el viento, la vida nos alcanza».
Toyota supra Airbargs, fotografía de Toyota UK bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0
Ficha del libro:Título: Memorias de una viudaAutora: Joyce Carol OatesTraductora: María Luisa Rodríguez TapiaEditorial: AlfaguaraAño de publicación: 2011Nº de páginas: 480ISBN: 98-78-84-204-0728-9
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