Al salir del supermercado un tipo de color me extiende su mano y me pide «algo para comer»; contesto que no tengo suelto (es mentira), normalmente siempre contesto de la misma forma cuando alguien me pide dinero; normalmente siento una vergüenza que desaparece al instante, cuando me alejo, una vergüenza extraña que no sé si es vergüenza ajena, vergüenza por mentir, o vergüenza por negar el maldito euro.
El mendigo, el tipo sucio que pide limosna a las puertas de los centros comerciales, juega un papel secundario en la película del consumo, pero como los grandes secundarios engrandece el argumento.
De algún modo el mendigo que nos pide dinero en la calle nos dice que su pobreza es también un producto que podemos consumir, o no tanto su pobreza como nuestra bondad. Primero me compro una colonia de cien euros y luego le dejo con elegancia un par de euros al mendigo que pide en la puerta de la perfumería. Primero me gasto cien euros en angulas y luego le dejo un euro al mendigo para que se compre pan. También hay quien cree que se puede adelgazar a base de Coca-cola light, comiendo luego todo lo que se desee. El mendigo es el colofón del producto: pagamos por algo insustancial, pagamos para sentir que el mundo puede arreglarse sólo con dinero. La caridad como una de las bellas artes.
Como hemos aprendido que todo tiene un precio, el mendigo sólo tiene que extender la mano para ver si alguien está dispuesto a pagar el precio de su dignidad, ley de la oferta y la demanda. Aplicar la economía a cualquier ámbito es el orden que nos gobierna desde que el dinero es un mero acuerdo de confianza entre dos agentes, esto es, desde que el patrón oro desapareció.
El mendigo representa, pues, la confianza pura, ya que pagamos y no obtenemos nada tangible a cambio, pagamos por nada, pagamos creyendo que nuestro dinero le sirve a otro. En el ámbito católico esta acción recibe el nombre de caridad. Junto con la esperanza y la fe, la caridad es (ha de ser) la tercera virtud teologal. Las tres virtudes teologales nos las entrega Dios para ordenar nuestras acciones (según la Wikipedia).
Ser caritativo es realizar un acto de fe (de confianza) a cambio de obtener la gracia de Dios; el mendigo no importa, importa lo que yo obtengo a través del mendigo.
El mendigo es también la publicidad residual del sistema, un recordatorio de lo que nos puede pasar si algún día nos quedamos sin trabajo. Así como Christian Dior nos alegra la vista para recordarnos que podemos ser igual de guapos que Carla Bruni, el mendigo funciona como antagonista de lo deseado, como espejo de miedos: sin trabajo estarías al otro lado de las puertas del centro comercial, con la mano extendida, pidiendo.
Normalmente se entiende que un mendigo es fruto de un cúmulo de desaciertos, o que es víctima de una sucesión inevitable de fatalidades, pero en cualquier caso, nadie más que él es el responsable de su situación; el mendigo es pues un tipo que se ha equivocado. Un sistema que engrandece el trabajo como única herramienta para obtener reconocimiento social, no puede admitir que un tipo no trabaje y pretenda obtener dinero mediante limosnas. Yo no lo entiendo así. Yo creo que todo sistema tiene sus mecanismos de exclusión, que lo único que hacen es «limpiar» las impurezas para que la maquinaria quede bien engrasada; todo aquello que no favorezca el buen funcionamiento de la máquina es desechado, es una pieza defectuosa, hay que apartarla.