En la calle el calor es un pedazo de infierno cosido a cada uno de los transeúntes pero en el andén del Metro hasta ese trozo de averno resulta un recuerdo feliz. El tren llega tarde como siempre pero al menos no está muy lleno y el beso de aire acondicionado que me da la bienvenida es la bendición anhelada. Incluso hay sitio para sentarse. Pienso puerilmente que todo también es susceptible de mejorar, ¿por qué no?Los pocos pasajeros del vagón mantienen la vista pegada a sus teléfonos móviles y los que suben conmigo inician de inmediato el mecánico movimiento de sacarlo de bolsos y bolsillos y enterrar en ellos su cuello de avestruz. La señora sentada frente a mí es la única que no imita el múltiple gesto, con la espalda erguida sobre el asiento y los brazos cruzados sobre su bolso y regazo mira hacia algún improbable infinito situado entre mi espalda y el cristal de la ventana. Su expresión se podría describir como cara de ascensor.
De pronto sin motivo alguno me siento algo mezquino con el móvil en la mano, disimulo, miro hacia el suelo por mirar a algún lugar y entonces lo veo.
La señora lleva unas sandalias azules con tiras que le cruzan los pies, una de ellas le envuelve los dedos, todos menos uno; el meñique del pie izquierdo. Este sobresale absurdamente situándose aparte del resto, por fuera de la tira y expuesto a la intemperie y crueldad del mundo. No sé por qué razón la visión de aquel meñique me conmociona tanto, me repugna y a la vez me atrae de tal modo que no puedo apartar la mirada. Es horrible y hermoso con su empecinamiento en ser diferente a sus hermanos, orgulloso y digno y arrogante enfrentando su libertad contra todos y frente a todos, se le intuye tremendamente feliz en su ridícula posición lejana a sus semejantes. Cuanto más lo miro más crece mi desasosiego y noto que varios pasajeros también lo han advertido y desvían atemorizados los ojos de las pantallas, presiento que algo malo va a ocurrir en cualquier momento, algo que podría cambiar lo que conocemos por mundo.
Justo en ese momento la señora se levanta y baja en la siguiente parada, juraría que el meñique nos dedica una última sonrisa de suficiencia antes de perderse para siempre entre la multitud de pies normales.
Tras un confuso y breve silencio todos los viajeros volvemos a hundir la mirada y los dedos en los teléfonos, aliviados, seguros, ingeniosos, libres.
