Nueva imagen, nuevo reto… más difícil esta vez si cabe. Además, a partir de ahora, esta colaboración se convertirá en mensual, todos los primeros martes de cada mes, Rut Roncal y un servidor publicaremos conjuntamente.
Siempre nos aconsejan que pensemos las cosas antes de hablar o de actuar. Importante filtrar nuestros pensamientos, pero no porque sea mejor ser hipócritas o mentirosos, sino porque aunque tengamos claro lo que queremos decir, debemos ponernos en lugar del otro a la hora de iniciar la comunicación del mensaje.
Llámalo empatía, llámalo tacto, llámalo educación… no podemos espetarle a nuestro interlocutor lo primero que se nos viene a la cabeza porque podemos herir sus sentimientos. Debemos aprender a defender nuestras ideas sin convertirlo en una imposición de las mismas… por eso decimos que a veces (la mayor parte de las veces) menos mal que no se oye lo que pienso.
A colación de lo que nos reflexiona Iñaki, tenemos además una segunda interpretación de la imagen, y es que aunque “menos mal que no se oye lo que pienso…” en ocasiones me comporto como si sí que pudiéramos leernos el pensamiento… y es que seguro que en más de una ocasión pensamos que una simple sonrisa y/o falta de ella, una mirada, un gesto, un ademán de desdén o un silencio consciente desvelan lo que pensamos y encima estemos convencidos de que “estaba claro, ¿no?, seguro que él/ella sabe exactamente porqué me he comportado así….”. Perdonarme, pero no. No tenemos poderes mentales (y si alguno/a los tiene por favor que lo diga… o no, mejor no) y no nos leemos la mente, por tanto no nos comportemos como si lo hiciéramos.
Seguro que más de uno/a ha tenido algún amigo/a que ha dejado de serlo por un malentendido, por una conversación no mantenida y por una interpretación subjetiva. Llegado el momento es posible que lleguemos a relativizar y restarle importancia… pero ha pasado tanto tiempo que ya pensamos que no vale la pena.
Pensamos esto de la gente que conocemos en nuestro día a día, pero sobre todo incrementamos “nuestros poderes” cuando encima hay una relación de mayor confianza de por medio. Pensamos que el hecho de conocer a alguien, ser su amigo/a, pareja, familia… da derecho automático a la línea de pensamiento y efectivamente ha de “leer” lo que nos pasa por nuestra mente.
Efectivamente, esto es bidireccional. No sólo hacemos como si nos leyeran la mente, sino que además en ocasiones “leemos” la de los demás!!!, es decir, ponemos palabras en la boca de las personas e interpretamos sin dilación gestos, muecas, comportamientos…
Quizás alimenta menos nuestra imaginación, quizás “da menos vidilla”, … pero… ¿no sería mejor preguntar directamente? ¿no sería mejor no presuponer y hablar las cosas?
A continuación, un relato de una autora Canaria, Yiyo Espino, no es conocida y reconozco que he llegado a su blog de casualidad…. Pero reconozco que la historia me ha gustado y creo que nos puede hacer reflexionar ¿Qué os parece? El título es: Malentendido
La noche que se conocieron descubrieron que no sólo sentían simpatía el uno por el otro. Intercambiaron pocas opiniones, algunas sonrisas y muchas miradas. No podían llegar a más. Ella tenía pareja.
Él habría querido conocerla mejor, saber por qué sonreía y a dónde miraba. Le habría gustado vivir unos minutos a su lado para respirar su perfume y poder encontrar alguna explicación a esa atracción que se le antojaba irresistible.
Ella entendía que no era correcto, pero no podía sentir ciertos celos de las mujeres que se le acercaban. Él no era especialmente guapo, pero sí mostraba una delicadeza especial hacia el mundo, y habría dado cualquier cosa por haber participado en el corro de conversaciones y cervezas que parecía girar en torno a él.
No habían pasado demasiados meses cuando la vida los cruzó por segunda vez. En esta ocasión era él quien se presentaba con pareja. Ella lo había dejado con la suya hacía tan sólo unas semanas, y desde la última vez, la imagen de él se le presentaba en la cabeza cada vez que hablaba u oía hablar de hombres y de amores.
Él se sorprendió de que ella estuviera sola, y aunque no lamentó su actual situación sentimental lo entendió como una mala jugada de la fortuna.
Siete semanas más tarde Clint Eastwood, Hilary Swank y Morgan Freeman los unieron de nuevo en el cine, esta vez cada uno con su pareja. Él fue el primero en verla, y no pudo evitar pensar: “no puede ser”. Ella, también tuvo un pensamiento: “Se ve que le va bien con esa”. Ninguno pudo evitar observar que iban cogidos de la mano y que entraban en la sala con la intención de compartir un paquete de roscas.
Casi se habían olvidado cuando, año y medio después del estreno de “Million dollar baby”, él acudió al bar en el que se habían conocido unos años atrás. Aunque nunca solía comer ajo fuera de casa para evitar problemas de aliento, esa vez, sin pareja con la que compartir la cena y sin intenciones de alargar la noche, apostó por un gazpacho y unas gambas al ajillo.
Cuando ella entró él estaba de espalda y no se vieron. Acababa de salir del trabajo e iba para casa, pero ante el panorama de tener que cocinar, decidió entrar en el bar y cenar algo. Tampoco ella descuidaba el aliento, pero ante la perspectiva de televisión-sofá-cama, se decidió por unos filetes de pescado a la plancha en mojo verde acompañados de “ensalada con mucha cebolla y nada de papas”, dijo al camarero.
No se vieron hasta que la segunda cerveza obligó a él a ir al baño.
-“¡Hola!¿Cómo estás?”- Dijo sorprendido.
-“¡Hola!”- Contestó igual de sorprendida.
No tuvieron que inventar excusas para encontrar una conversación que les permitiera compartir mesa, no sin antes intercambiar cierta información que cada uno dejó caer sobre su estado de “libertad” emocional.
Cada frase conseguía quitar tierra de por medio y recuperar la atracción y simpatía que se despertaron la primera vez.
Realmente estaban cómodos juntos, se sentían cercanos a pesar de la distancia que les había separado y ninguno se mostró dispuesto a perder la oportunidad de acercarse un poco más aquella noche.
No fue ilógico, pues, que allí mismo pasaran a las copas y que después pasaran también a la barra de un pub cercano a pedir gin-tonics y cubalibres.
Sólo había pasado una hora y media cuando ella notó que el mojo y la tónica no eran buenos aliados para darse a conocer, casi al mismo tiempo que los vapores del gazpacho y los ajos de las gambas empezaron a buscar salidas en el cuerpo de él.
Por evitar males mayores, ella comenzó a hablar cada vez menos y él, que había tendido autopistas hacia ella, retrocedió un paso para no incomodarla.
Al notar la distancia que el hombre interponía, ella interpretó cierta incomodidad por el aliento que suponía que debía tener, mientras que él quiso entender que el silencio que se imponía ella se debía a cierto nivel de aburrimiento.
Sin proponérselo, ambos consiguieron crear un clima de cierta hostilidad consigo mismo, pero que por parte del otro se interpretó como incomodidad hacia la presencia de cada uno. Así que cuando él advirtió sobre la hora, ella interpretó que ya no aguantaba más sus efluvios, y la rápida respuesta de ella de marcharse a casa él la interpretó como un gesto de desinterés por seguir con él.
Ni siquiera a la hora de despedirse supieron cómo actuar, él convencido de que ella se había sentido agobiada por su presencia y ella incapaz de darle un beso de despedida ante el temor de desagradarle con su aliento. Por tanto se limitaron a darse la mano manteniendo ciertas distancias, sin atreverse siquiera a poner fecha para una cita próxima.
Como siempre, acabaremos con una canción, ¿recordais esta canción?
If you could read my mind by Gordon Lightfoot
Autores: Iñaki González (@goroji) Rut Roncal (@rutroncal) Técnico Gestión RRHH de FHC Consultora senior en Cegos Autor del blog: SobreviviRRHHé! Autora del blog: La verdad absoluta no existe