Nunca persona alguna le mandó una carta.
Hoy, esta afirmación no sorprendería a nadie, por la sencilla razón de que nadie escribe cartas. A lo sumo, algún email por correo electrónico, algún mensaje por facebook o algún whatsapp; pero cartas, lo que se dice cartas… estos son otros tiempos donde eso no se estila. Pero Ernesto Ortigueira era de otra época, de un tiempo donde no había esos artilugios modernos y la gente, si quería comunicarse, debía tirar de llamada telefónica o del servicio de correos. Escribir cartas era lo normal: a la familia que estaba lejos, a los amigos que se iban de vacaciones, a la novia o al ligue ocasional que conocimos en aquella playa aquel verano… Y él jamás recibió una sola de esas cartas. Lo cierto es que nunca tuvo novia ni amigos ni familiares que le escribieran nada. La verdad es que era un hombre poco sociable. Vivía solo. Y sus aficiones tampoco le permitían relacionarse mucho con otras personas. Corrían los primeros años 70. Una de sus aficiones favoritas era la de leer libros. Un vicio solitario. Otra era la de pescar. Levantarse muy temprano; coger los aperos, la caña, los anzuelos, los cebos; acercarse al puerto y, alejado de la zona donde se amarraban las barcas, si el viento le era propicio, soltar el sedal y esperar a la suerte. Pasaba mucho tiempo solo, tal vez demasiado.Por eso, un buen día, urdió un plan: escribir mensajes, meterlos en una botella, irse al espigón de aquel puerto y lanzar su mercancía, en espera de que quien se encontrara la botella respondiera a su solicitud: “Hola, me llamo Ernesto Ortigueira. Por favor, quien encuentre este mensaje, comuníquelo a esta dirección: Rúa Castelao 15, etc., etc.” Primero, empezó su cometido tímidamente. Escribía un mensaje. Lo metía en su envase de cristal correspondiente, lo lanzaba al mar y esperaba. Cada vez que recibía contestación, se apresuraba a repetir la operación y volvía a mandar un nuevo mensaje. Al principio los escribía a mano, en plan artesanal; luego, los pasó a máquina, llegando a enviar anualmente cerca de medio centenar de misivas.
Todo lo preparó meticulosamente desde el principio. Elegía botellas preferentemente pequeñas y de cierta dureza con el fin de que resistieran mejor los embates del mar. Sus favoritas eran las de Mirinda, las de Mahou (las de tercio) y las de agua mineral Mondariz. Desechó desde el comienzo las de Cocacola porque el exceso de publicidad y frivolidad que suele acompañar a este brebaje podría dañar la efectividad y la seriedad de su cometido. Además no le gustaba la Cocacola. Para cerrar las botellas convenientemente usaba tapones de corcho ajustados a presión en la embocadura y rematados por una densa capa de betún o brea fundida a prueba de agua y de cambios térmicos. Y así fue cómo empezó todo. Era raro el mes en que no recibía dos o tres cartas de gente que, entre sorprendida y emocionada, respondía a su demanda con entusiasmo. Para muchos, aquello era algo parecido a descubrir el mapa del tesoro.
En poco tiempo consiguió tener más amigos que en toda su vida anterior. De vez en cuando se reunían las personas que lograron contactar y se lo pasaban francamente bien. Fundaron un club, el de “Unidos por la botella”. En las reuniones nadie usaba vaso. Todos bebían a morro. Unos tomaban cerveza, otros agua y algunos, refrescos de limón o de naranja. Cocacola nadie.”