Volvió a revisarlo: pantalones, camisetas, abrigo, ropa interior, zapatillas... Todo estaba perfectamente colocado encima de la litera para meterlo en la maleta. Andrea la miraba a su manera, como llevaba haciendo todos estos años. Terminó de acomodar el último par de calcetines y cerró aquella gran bolsa que le había llevado su tía.
Mientras la cremallera recorría su camino pensó en todos esos años enganchada a la heroína, en los pinchazos, en la calle, en el frío y la sucia humedad; en todos esos hombres que mentían cuando la policía les pillaba juntos.
Me ha puesto una navaja en el cuello y me ha robado -decían.
Mentían para que sus parejas no se enteraran de nada mientras ella limpiaba su boca a escondidas y consciente de que ya daba igual lo que dijera. Otra vez detenida. Claro que tenía una navaja, pero no para ellos. Con ellos usaba y reusaba su cuerpo para transformarlo en heroína.
¡Ay Cathaysa! -se dijo en voz baja-. Cuántas detenciones, cuántas condenas acumuladas por robo a mano armada, cuántos días en esa celda.
Miró a Andrea que rehuyó su ojos. A lo lejos, se oían las pisadas apresuradas y los gritos del pequeño Manuel que venía corriendo a encontrarse con ella. Detrás, su tía apenas podía seguirle. Las lágrimas empezaban a asomar. Ya no podía contenerlas.
-Mamá, dice la tía que tengo que coger la maleta. ¿Me puedo llevar lo que queda de la tarta que me hizo Loli?
Cathaysa abrazó a Manuel con las fuerzas de cinco años de vida juntos, de sus entrañas a la celda. Cinco años rotos por las malditas normas de permanencia para los hijos de las reclusas.
-Espérame unos días que yo voy enseguida -dijo reprimiendo los sollozos.
Ahora, era ella que la mentía.