Revista Cultura y Ocio
A Lucas se le ocurrió que ese sábado mentiría. No una mentira suelta, una conveniente, sino una mentira continuada, hilvanada a otra, hasta conformar un cuerpo sólido, una realidad convincente, fiable. Nada de lo que dijese se atendría a ningún tipo de verdad. Al principio le costó. Al ir a la panadería, bien temprano, comentó que había dormido mal. Tengo un dolor de cabeza enorme. En casa, al recoger los platos de la cena de la noche anterior, cogió el móvil y llamó al trabajo. No iré, busca a Paco. Dile que ponga al día los archivos. He tenido una noche malísima. Tengo un terrible dolor de cabeza. Le pareció interesante cómo había desechado la palabra enorme, al referirse a su dolor de cabeza. Terrible le pareció de más enjundia. Como si elegir unas palabras u otras remarcase la mentira, la hiciera más contundente o más creíble. A mediodía, escribió un mensaje en su móvil. Le decía a un buen amigo, uno de los de toda la vida, que viniese a casa. Se sentía mal. Había vomitado. Le pidió que trajese unas cosas de la farmacia. En una hora estoy ahí, no te preocupes, le contestó. En ese rato, compuso frente al espejo la cara que pondría al abrirle. Ensayó también lo que le diría: no sólo qué frases, sino también el tono de voz que pondría. Se aprende que uno tono u otro hace que lo que se dice sea creíble o no lo sea en absoluto. Se podía ser convincente con sólo afinar en ese registro.
Por la noche, pensó en no salir. La casa era confortable y la muchacha de la limpieza la había dejado reluciente. Todo ordenado, todo pulcro. Apuró unos platos precocinados y se despachó tres latas de cerveza. Apipado, cogió el teléfono y llamó a Bernardo. Hacía años que no le veía. Se mandaban mensajes de texto por el móvil, se enviaban (a veces) correos más o menos largos, en donde se ponían al día de las cosas importantes o contaban, entre bromas y veras, con quién habían salido y si la cuenta de ahorros les daba para hacer algún viaje de farra. Como antes, cuando más jóvenes. Sale el contestador. Hola. Cuánto tiempo. Qué te cuentas. Yo ando mal, muy mal. Me diagnosticaron un cáncer, pero ha remitido. Eso dicen. Que ha remitido. Yo no me lo creo del todo. No hay quien confíe en los médicos. Anoche vomité. Me dan unos dolores de cabeza que me duran tres días. Luego todo va bien y salgo con los amigos. Los pocos que me quedan. Ya sabes. Se van perdiendo los amigos. Los buenos están siempre a mano, Bernardo. Cuánto tiempo, qué de cosas. No te paro más. Seguro que tienes muchas cosas que hacer. Cuanto tengas un rato, llama. Preocuparte, no te preocupes. No es grave. Seguro que no es grave. Al colgar, Lucas pensó en lo que había contado. No le pareció mal, no se echó atrás. Arredrase es restar veracidad, es introducir la posibilidad del engaño o de la exageración, que es una forma de engaño. Lo que le pareció mal era no haber vivido la reacción de su amigo. No sabía qué cara había puesto o qué palabras habría convenido para hacerle ver lo terriblemente preocupado que estaba. Por eso insistió. Lo hizo dos veces aquella noche y una vez más al día siguiente.
Cuando Bernardo le devolvió la llamada, no permitió que la conversación durase más de lo preciso. Quedamos, hablamos, ahí te lo cuento todo. De verdad que tengo muchas ganas de verte. Un abrazo. Adiós. Mañana nos vemos. El café era céntrico y la terraza tenía unas vistas bonitas. Les sirvieron rápido. Al principio ninguno de los dos acometió la conversación principal. Se relataron los asuntos irrelevantes. Cosas periféricas. Una novia flacucha, de poco aprecio por la discreción, risueña y parlanchina. Un viaje a Londres en el que se aficionó al té de verdad. No al que venden aquí, que no tiene nada que ver. Un hermano al que habían dejado en paro y andaba perdido, sin dar noticias en meses. Una pequeña adicción a los tranquilizantes. Un número de lotería comprado, agraciado con un pellizco bueno y extraviado. Lucas disfrutó más en el esmero de resultar convincente que en la fantasía de sus confidencias. Ninguna era tan llamativa como la del cáncer, de cualquier manera. Disfrutó también de cómo su amigo encajaba las historias. Comprobó que alguna (la de la adicción a los fármacos) le causaba una reacción fascinante. Nada que él hubiese dicho había desatado una sacudida tan honda en quien escuchaba.
Las verdades son siempre más aburridas, piensa. Mentir, incluso mentir hiperbólicamente, le pareció un entretenimiento de lo más gozoso. En adelante, sólo tendría que cuidar qué decía. No podía arrojarse a un tren como Anna Karenina. Ni vender que había robado Ford Knox. Mentiría con suavidad. Otra novia. La de ahora acaudalada. Muy guapa. Entrada en años. Separada o viuda. Con un hijo de su misma edad con el que se iría de copas los viernes por la noche y con el que intimaría hasta confesarle que no amaba a su madre y sólo la rondaba por el dinero. De verdad que no cuesta trabajo. Es mejor ser sincero. Mentir no conduce a ningún sitio. A ti no te cuadra que yo mienta. Son muchos años conociéndonos, Bernardo. Si el que escucha percibe el engaño, no vuelve a verlo. Es fácil, mucho más de lo que había pensado. Tiene decenas de viejos amigos, los que no ve, todos los que conoció y acabaron viviendo una vida lejos de la suya. A Teresa, una compañera de facultad, la tiene por muy inteligente. Fueron pareja una semana santa. Ya ni recuerda qué hizo que cortaran. Se dice cortar. Como si el amor fuese una cuerda, una cuerda tensa y dura. Si quedan y toman café y adquieren esa intimidad que luego permite abrir el corazón y contar casi cualquier cosa, tendrá que extremar el cuidado. No caer en anécdotas muy escandalosas. Empezaría con unas mentiras de poco peso. Estoy sin blanca. Lo he gastado todo en el juego. Le debo una pasta a un buen amigo. No quiero que me prestes tú. No aceptaré que me des nada. Te lo cuento porque necesito desahogarme. Escuchas muy bien. Nadie te lo habrá dicho. No he tenido a nadie que escuche como tú. O contarle que tuvo un accidente con la moto y anda desmemoriado. No recuerda muchas cosas. Le pregunta a Teresa si se amaron de verdad, si hicieron el amor en el coche ese viernes santo. A Lucas se le ocurrió que las mentiras ocupaban una parte considerable de su memoria. Tenía también la antojadiza manía de no dejar una mentira cerrada. La novia flacucha, al ser contada por tercera vez, pasaba a tener pechos enormes o caderas muy anchas. El viaje a Londres tornó en uno a Moscú y el té en vodka.
Para no olvidar qué cosas se le iban ocurriendo (y eran muchas y casi todas le parecían dignas de un gran genio de la narrativa) compró una libreta en la que manuscribía el asunto mentido y a quién se lo había confiado. Pedro sabía que estaba leyendo literatura germánica medieval, por ejemplo. Juana, sin embargo, tenía claro que la literatura anterior al siglo XX no le llenaba en absoluto. A Lucía le relató su reciente inclinación a la política. Juan Luis, en ese mismo día, escuchó cómo le argumentaba su desafecto por la política. Evitar, en lo posible, que Lucía y Juan Luis cotejaran la información que les había proporcionado era otra circunstancia que debía contemplar. En un mes la libreta fue insuficiente. En un año, llenó una pequeña balda de libretas. En dos, dedicaba más tiempo a escribir que a hablar. Mentía por escrito. Hasta admitió, en una de esas verdades a las que no estaba acostumbrado, que le encantaba escribir. Mañana le dan un premio. No es uno cuantioso. Un concurso provinciano de relatos cortos. Escogió el asunto del cáncer. Espera que Bernardo no compre el libro.