— ¿Qué miras tanto? — le espeta su novia ofendida.
— Nada, admiraba al perro. —balbucea él sabiéndose descubierto.— ¿Mirabas al perro o a la rubia? — continúa ella irritada.
— Al perro, te lo juro.
— Te crees que soy tonta, le mirabas el culo a esa tía, te la comías con los ojos.
Él calla unos segundos, finalmente confiesa que sí, que le miraba el culo a la rubia. Ella le suelta la mano y cruza los brazos, camina enfurruñada unos pasos delante de él durante el resto del camino. Él sabe que le costará un buen rato hacer que a ella se le pase el enfado, que tendrá que utilizar sus mejores armas para hacerse perdonar, convencerla de que es a ella a la única que ama y desea. Pero sabe que es mejor así, un precio que está dispuesto a pagar, un mal menor con tal de que ella no llegue nunca a saber la verdad, porque la verdad es sórdida, deleznable, repugnante, tanto que él mismo se siente el tipo más aqueroso del universo. Porque la verdad es que lo que en realidad miraba muerto de deseo era el culo del perro.