(Foto cortesía de Kim Knox Beckius)
Las grandes ideas son sencillas. Aunque, inevitablemente, luego todo el mundo piensa, "tan fácil como era, ¿por qué no se me ocurriría a mí?". Eso es lo que me ha ocurrido al enterarme de la idea que ha tenido un señor de Connecticut, Estados Unidos -tenía que ser- para deshacerse del exceso de libros que había acumulado a lo largo de los años. (Como recordarán mis amables lectores, ese es un tema al que llevo dando vueltas últimamente. Por supuesto mis ideas al respecto ni de lejos alcanzan la genialidad de este señor.) La belleza del sistema de este tal Marty Doyle reside en que llena varios deseos distintos al mismo tiempo: por un lado, él se libra de los volúmenes que le sobran; por otro, los receptores de los mismos cumplen un arraigado deseo bibliómano, como es poder comer en una biblioteca, o leer en el restaurante (no sé ustedes, pero a mí me chifla leer mientras como). Se trata de lo siguiente: un restaurante, el Traveler Restaurant, totalmente forrado de estanterías repletas de libros. Junto con su pedido de hamburguesa, fish and chips o ensalada de col -vale, la comida no parece de primer nivel, pero no se puede tener todo- los clientes tienen derecho a escoger hasta tres libros entre todos los disponibles en el local, y llevárselos a casa cuando acaban de comer. Gratis. Consigue así atraer clientela -poca gente se resiste a que le regalen algo- y aligerar su stock libresco. Hermoso, ¿verdad? El invento lleva varios años funcionando, con tanto éxito que hemos de suponer que el señor Doyle agotó su reserva de libros prescindibles. Ahora, con unos nuevos dueños -ignoramos si también tenían libros de los que deshacerse- la biblioteca se nutre sobre todo de donaciones. Y no sólo eso: al parecer la avidez libresca de los clientes es tal, que ha dado para poner una librería en el piso de abajo. Esta vez, de las de pago. Ya les dije que la idea era un trueno.