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Capítulo 6
(…fue tramando su venganza a la espera del momento propicio y del instrumento necesario para realizarla.)
del capítulo anterior.
Sucedió entonces que idos los días invernales, acertó a pasar por el pueblo el elemento que Teresa la Liebre consideraba fundamental en sus maquinaciones; y así fue que una noche, el cacareo de las perdidas, sus precipitados y recargados afeites y la atmósfera del lupanar atufada por los más viles perfumes, fueron prólogo para el recibimiento con que se agasajó a un viejo conocido: Momentos más tarde, bajo el dintel de la puerta principal y forzado el contraluz por la luna, dibujose la negra silueta de Aurelio el Empañao.
Era este Aurelio el Empañao buhonero de oficio, y desde hacía años en el pueblo, la llegada de la primavera no la marcaba tanto la explosión floral como el puntual arribo de su colorista tartana. Alegrábanse las muchachas a la vista de las novedades que, según el buhonero, le eran remitidas desde el mismo París, las mismas que exponía en bateas forradas de papel de seda formando grupos a cuál más atractivo. Bisutería fulgurante, extravagantes aromas, piezas de terciopelo y raso, falsos chantillíes, blondas y bordados de todo tipo, espejos y plumas, peinas de carey y todo aquello que por cuanto caprichoso es anejo a la femenina condición, componían su ambulante hacienda.
Veníale el mal apodo de el Empañao por tener un ojo velado por una nube, mancha láctea que lejos de afearlo y en opinión de las mujeres, dotaba a su mirada de particular majeza. Alto y delgado —que no hay belleza, ¡ay!, en el mucho grosor y la escasa talla— su cuerpo fibroso era flexible como un mimbre al que hacía adoptar posturas de una estudiada masculinidad. Peinaba el buhonero unos aceitosos bucles que azuleaban de tan negros y que enmarcaban su faz morena como si de la efigie de un dios clásico se tratase. Aflamencado y chispeante, sus requiebros a las clientas eran celebrados por las viejas con las risas que provocaba el arrebol de toda cuanta joven se acercaba a comprar sus mercaderías.
Sabedor de los suspiros que arrancaba de los adolescentes pechos y de las miradas lúbricas que encendía en las matronas, no se contentaba Aurelio el Empañao con su simple condición de vendedor sino que acompañaba sus gracias con romances picantes, chascarrillos y la música de una bandurria a la que parecía hacer hablar. Era en suma el buhonero, un chisgarabís que ofrecía con sus baratijas y sus donaires la permanente posibilidad del regocijo.
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La aparición de Aurelio en el infecto tugurio consideróla Teresa la Liebre como el mayor de los milagros y el mejor augurio para llevar a cabo su proyecto. No en vano recordaba la mujeruca el breve encuentro que en una ocasión tuvo Merceditas una mañana de mercado y cómo la figura del buhonero habíala impresionado. Teresa la Liebre supo enseguida de la debilidad de la chiquilla y de su dulce azoramiento cuando Aurelio le lanzó un piropillo que la hizo estremecer.
—¿Quién era ese hombre que quiso venderme el espejito, Teresa? —preguntó Merceditas cuando ambas regresaron a casa.
—Aurelio el Empañao, hija; lo más garboso que llega al pueblo —contestó la criada con picardía—. Más interesada te vi en su persona que en aquel retal de batista que te mostró luego, corazón...
—Tenía ojos para otra cosa —confesó la niña—, ésa que otros hombres disimulan y que él llevaba a gala...
—Mucho sabes tú para estar con las monjas, picarona —remató una Teresa que, gran conocedora del alma femenina, supo en aquel momento que Merceditas había olvidado de inmediato nuestra corte de poetas enamorados. ¡Oh mujeres, qué razón tenía quien dijo que sois mudables como una pluma al viento!
De aquel recuerdo pudo sacar la antigua criada el mayor partido, pero de nada le hubiera valido si, a su favor, no se hubiera presentado el cúmulo de circunstancias que diéronse cita como en un afortunado lance de naipes.
En efecto, aquella noche don Julián Tárrega se encontraba ausente de nuestro pueblo pues, partícipe de la comisión que se había erigido para solicitar al Gobernador de la provincia no sé qué prebendas en torno al abastecimiento de aguas, llevaba unos días en la capital. Desde el despido de Teresa la Liebre y el alejamiento del zumbador grupo de admiradores a causa de su intensa vigilancia, don Julián se mostró algo más tranquilo aunque sus maneras confiables y su llaneza de trato con todos no volvieron a ser las mismas. Instalados en su rostro los cien ojos escrutadores de un nuevo Argos, el indiano hubo de aceptar en su propia casa la oferta celadora de las monjitas Abundinas a cambio de su promesa de restaurar las sillas y la crestería del coro, joya nacional de la ebanistería barroca.
Día y noche, unas parejas de Hermanas se relevaban para mantener a Merceditas al buen recaudo solicitado por el padre; pero el diablo, que nunca está quieto y que todo lo enreda, como dijo nuestro clásico, dispuso que en aquella noche de la ausencia paterna, la misma en que Aurelio el Empañao cruzó el umbral de la casa de María la de los Ratones, la congregación monjil celebrase una novena en loor de San Abundio —patrón del pueblo— y que por tanto, la vigilancia de Merceditas fuera encargada transitoriamente a un par de esas muchachas recogidas en el convento por la caridad de las Reverendas Madres. Todos estos términos conociólos Teresa y sabiendo que tan favorable circunstancia difícilmente se repetiría, puso en marcha su máquina infernal.
(Continuará)
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