Después del amor. Después de haber tenido sexo de todas las temperaturas posibles. Después del deseo, del dolor, la tortura, el porno, la muerte, los celos, el viaje iniciático, del cuerpo y sus flujos. Después de El desconocido del lago (Alain Guiraudie, 2013), Nymphomaniac (Lars von Trier, 2013), The Canyons (Paul Schrader, 2013) y La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013). Después de todo esto, ahora nos damos cuenta que hemos olvidado hablar de una película tan importante como Mes séances de lutte. O lo que es lo mismo, el amor como combate en la última película de un “maldito” como todavía es, a día de hoy, Jacques Doillon. Cineasta post-nouvelle vague que comparte generación y sensibilidad con cineastas como Philippe Garrel o Maurice Pialat, y que ha firmado algunas películas clave para entender la representación de los destinos sentimentales del cine europeo con películas como La mujer que llora (1979), La pirata (1984) o La chica de 15 años (1988). Quizás, después de la exitosa Ponette (1996), se le intentó enterrar demasiado pronto: en la década del 2000 volvió a regalar dos obras maestras bastantes desconocidas como Raja (2003) y Le premier venu (2008).
En Mes séances de lutte nos coloca de lleno en los problemas existenciales de una pareja. Él es un poco más maduro que ella: como viene siendo habitual en la filmografía del director, ella es una jovencita sin experiencia que necesita la ayuda de “un pasante” para encontrar su identidad. Pero en los primeros compases del film, se revela que la diferencia de madurez no es tal pese a la diferencia de edad. De este empate técnico nace el conflicto; de la igualdad, de las fuerzas niveladas de lo que debería mantener cierto desequilibrio para que reinará la paz. Si la lucha de lo psicológico ya ha quedado resuelta, ¿qué queda entonces?
Nuestra pareja habita en una casa situada en un entorno campestre, rodeada de árboles y verdes campiñas. Este entorno ha favorecido que nazca el aburrimiento y reine la falta de imaginación en el devenir de pareja. Pero esta especie de aislamiento también encierra algo positivo: les obliga a estar juntos, a que decidan a representar su propia obra de ficción, en la que cada uno adoptará diferentes papeles para volver a encontrar una sintonía común. Representan escenas de pareja para acercarse en lo físico. Como se sabe, el amor siempre comienza en lo físico, se cultiva en lo afectivo y culmina en lo espiritual. El gesto de la pareja intenta encontrar un nuevo origen interpretando la ficción. Dentro de ella, sus cuerpos se rozan, chocan, se envuelven, se confunden. Pero el combate les degrada, les derrumba colocándoles, literalmente, a ras de suelo, sobre la tierra desnuda. Entonces se revuelcan entre la arena, el barro y el agua. Se funden con la materia. La carne es tierra y la tierra es carne. Cual Adán y Eva tratan de renacer buscando una nueva vida. En un momento dado parece que han vuelto a ser ellos, consiguiendo salir de la ficción y para reentrar plenamente en su vida. Pero solo consiguen regresar a su casa para continuar interpretando la misma ficción pero cada vez de peor manera. Sus escenitas de parejas les empuja a vivir su personal Apocalipsis emocional a la manera de la grandísima 4:44 Last Day on Heart (Abel Ferrara, 2011).
Mes séances de lutte podría equiparse perfectamente con Twentynine Palms (2003). Pero a diferencia de la película de Bruno Dumont, a parte de que no es una road movie en la que el paisaje narra un vínculo afectivo, no se trata buscar cierta animalidad perdida como última chispa para salvar la pareja. Más bien de vivir el goce irremediable de la pérdida. Gozar y desear que todo se vaya acabando para poder vivirlo intensamente. Un poco a la manera de la olvidada Lady Chatterley (Pascale Ferran, 2006).
Ricardo Adalia Martín.
publicado el 09 octubre a las 07:03
¡Merci! Busque mucho una critica como estás. Muy buena Adalia.