El estallido mesiánico y xenófobo ocurrido en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1872, habría sido consecuencia de transformaciones productivas acaecidas en el sistema pampeano. Cuestiones que impulsarían a un grupo de criollos sin prontuario policial ni antecedentes violentos, a sentirse “elegidos” para emprender la tarea de extinción de la maldad ante la supuesta llegada del Juicio Final y el segundo advenimiento de Jesucristo, predicados por un mesías curandero.
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Una cuestión que incentivó la matanza fue la introducción de logias masónicas en Tandil y Olavarría en años anteriores, provocando la prédica antagónica de curas católicos, considerándolas incursas en prácticas diabólicas. Aunque debido a la ignorancia reinante la religión se volvía supersticiosa.
Mesianismo y xenofobia en la pampa argentina
Los europeos, acostumbrados a tierras escasas y parceladas, no sólo vieron con beneplácito la vastedad de las tierras pampeanas, sino que vinieron a disputarlas a los indígenas y la población criolla, bajo la protección del Estado nacional. De manera que la población nativa criolla los vería como competencia peligrosa y desleal, debido a que debían ocuparse de las tareas peor remuneradas, incluyendo que tenían que prestar servicio militar obligatorio por varios años, mientras los recién llegados estaban exceptuados.
Además algunos terratenientes poseían intereses opuestos a los extranjeros, quienes practicaban cultivos intensivos, cruza de razas para mejorar el ganado vacuno y lanar, sus comercios prosperaban rápidamente generando ganancias que producían la envidia de muchos terratenientes.
Un horizonte mesiánico milenarista
En 1870, Gerónimo de Solané, se instaló en la zona del Tandil, arrastrando fama de mago, adivino, manosanta (sanador) y curandero. Habría sido Ramón Rufo Gómez, respetado estanciero de la zona, quien lo convocó a raíz de que su esposa padecía un persistente dolor de cabeza que la medicina no lograba curar. Solané andaba por la zona de Azul, adonde había sufrido cárcel por ejercer el curanderismo. Gómez le ofreció alojamiento gratuito en su estancia La Argentina. Ya instalado, estableció una especie de puesto sanitario en el cual atendía a personas que acudían a consultarlo. Así se fue granjeando el respeto de los paisanos, quienes veían en él a un santón con aura mágica. Sus seguidores se encargaron de difundir sus dotes sobrenaturales, y que el Tata Dios tenía un pacto con Dios, de donde derivaba su poder.
Pronto, en proximidades de la casa del curandero se reunieron cientos de personas que durante su estadía combinaban rezos y cantos, con noches de guitarreada y juegos de azar. Dicho espacio debió haber sido importante para intercambiar experiencias sobre dramas compartidos e imaginar probables soluciones a sus pesares.
Entonces Tata Dios distribuirá armas entre sus seguidores, alistándolos para iniciar una infernal cabalgata, al convencerlos de que los extranjeros y los masones eran la causa de todos los males, y había que exterminarlos, provocando la masacre de casi medio centenar de extranjeros.
Asesinatos vandálicos y selectivos
En la madrugada del 1º de enero de 1872 medio centenar de gauchos armados de lanzas irrumpieron en las calles del Tandil, al grito de ¡Viva la religión! ¡Mueran los gringos y masones!, robaron armas de la comisaría e iniciaron una trágica cacería que culminaría 10 horas después, degollando, lanceando o matando a garrotazos a 47 personas, mayoritariamente extranjeros, sin diferenciar sexos ni edades.
En los últimos días de diciembre de 1871, Jacinto Pérez, alias San Jacinto, en nombre del Tata Dios, reunió a varias decenas de criollos, exponiéndoles que el día del Juicio Final había llegado y un diluvio acabaría hundiendo a Tandil, como Mendoza después del terremoto de 1861. Al pie de la Piedra Movediza nacería un nuevo pueblo lleno de felicidad y sólo para argentinos nativos. Pero primero había que deshacerse de todos los “gringos y masones”, culpables de las desgracias de los criollos.
Esa noche testigos declararon haber visto en tres esquinas de la plaza principal a un grupo de hombres a caballo. Iban armados con lanzas tacuaras, con tijeras y puñales asegurados en sus extremos, carabinas y sables. Allí cayó la primera víctima: un inmigrante italiano –Santiago Imberti, organillero del pueblo– fue herido mortalmente. Las autoridades de inmediato ordenaron asegurar las casas, y a todos los vecinos armados organizar partidas de diez hombres en busca de los forajidos. A veinte cuadras de la Plaza de las Carretas masacraron a nueve vascos, que viajaban en dos tropas de carretas. Luego se detuvieron en el almacén del vasco Vicente Leanes, y lo ultimaron.
Siguiendo con el plan, cabalgaron por el camino real dirigiéndose directamente a la vivienda de Guillermo Smith, ciudadano norteamericano que fue degollado junto a su esposa en la puerta de su casa. Igual suerte corrió el inglés Guillermo Thompson, su esposa y sus dos hijos. A cinco leguas, la banda tomó por asalto el almacén y casa del vasco Juan Chapar, quien fue asesinado con toda su familia, dependientes y pasajeros extranjeros que se encontraban en el lugar. Dieciocho degollados fue el resultado final.
Represión con fusilamientos
La matanza continuó durante horas en medio de una población aterrorizada. Llegada la noche, como el comandante José Ciriaco Gómez al frente de una partida había salido a buscarlos, decidieron batirse en retirada dirigiéndose hacia Chapaleufú, pero les dieron alcance. Quienes habían degollado hombres, mujeres y niños con salvajismo feroz, se mostraron cobardes ante su inminente detención. Los que no murieron combatiendo, fueron apresados. Un tribunal formado de urgencia en Dolores condenará a muerte a todos los sobrevivientes.
Tata Dios no llegó hasta el piquete de fusilamiento, porque anónimamente le pegaron dos tiros en su propia celda. En el juicio la mayor condena recayó sobre tres sobrevivientes, quienes fueron sentenciados a muerte y fusilados.
En inesperado corolario, una familia italiana que poseía un tambo, los Illia, se salvaron de la masacre, regresando asustados a su patria. Un hijo, Martín Illia, regresó en 1876 para trabajar como jornalero de ferrocarriles. Reunió ahorros adquiriendo una chacra próxima a Pergamino, provincia de Buenos Aires, adonde con su esposa, Emma Francesconi, engendraron trece hijos argentinos; destacándose entre ellos el Dr. Arturo Umberto Illia, quien fue presidente de la nación argentina (1963-1966).
Autor: Lic. José Oscar Frigerio para revistadehistoria.es
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Bibliografía:
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