De siempre la función del lenguaje más extraña, más difícil de entender, de aprender, de aprehender y, naturalmente, de explicar, es, ha sido y será la función metalingüística. Roman Jakobson amplió el triángulo lingüístico-funcional de Karl Bühler (expresiva, representativa y apelativa) añadiendo a esas funcionalidades otros tres propósitos (fática, poética y metalingüística) y dejó establecidos y aceptados por todos los cometidos del lenguaje. Es más, el lingüista ruso relacionó cada una de estas funciones con cada uno de los elementos existentes en una comunicación humana; de manera que las funciones, si bien pueden aparecer en varios de los seis integrantes de la comunicación, cada una de ellas lo hace de manera predominante en cada uno de ellos: Emisor (función expresiva), Mensaje (función poética), Receptor (función apelativa), Canal (función fática), Contexto (función representativa) y Código (función metalingüística). Todo esto es bine sabido por cualquier estudiante de bachillerato si es que ha atendido mínimamente las explicaciones de su profesor y éste ha sabido dárselas.
En literatura, la principal, lógicamente, es la función poética, la cual llama la atención sobre el propio mensaje; pero la literatura no se queda sólo en el envoltorio formal del mensaje sino que el mismo transporta un contenido al que accedemos con mayor o menor agrado según que el autor haya sabido hacer buen uso de esa función poética. Este contenido a veces consiste en interrogarse sobre el mismo instrumento que le sirve para llegar hasta nosotros, o sea, el código. Cuando tal cosa sucede estamos haciendo uso de la función metalingüística. Según sea el lenguaje que se esté utilizando, así esta función se designa de distinta manera: si es lenguaje cinematográfico, hablamos de metacine; si es lenguaje literario, metaliteratura. Y la metaliteratura se denomina de distinta manera según se aplique a la poesía (metapoesía), al teatro (metateatro), a la novela (metanovela), y así.
Todo este exordio viene a cuento de una obra de José Sanchis Sinisterra que vi la

Pero bueno, tranquilidad. De mano aunque suelo hablar de teatro en “El blog de Juan Carlos“, mi blog principal, en esta ocasión, al tratarse de una reflexión más pausada haré mi comentario aquí, en el blog, “Reflexiones“ que tantas satisfacciones me está dando últimamente.
Me animé a ir a ver la última obra de José Sanchis Sinisterra por dos motivos. El primero fue el magnífico sabor de boca que me dejó la puesta en escena de “Festen” [leer reseña aquí] que el año pasado hiciera Magüi Mira, quien fuera su mujer y madre de sus dos hijas (Clara, actriz; y Helena, diseñadora de vestuario). Me enteré de esta relación viendo esa obra dirigida por su ex-esposa en la que actuaba su hija Clara Sanchis. El segundo motivo es más prosaico: el título que tenía esta función teatral era en principio, cuando menos, llamativo; y, tras verla, desde luego, muy comercial. La obra se llama
“El lugar donde rezan las putas o Que lo dicho sea“

Además de esta reflexión sobre el teatro actual en la obra aparece un elemento mágico, fantasmagórico, irreal, que pone un punto de fantasía utópica con toques de humor a la función. Ese galpón en el que estos dos jóvenes ensayan su nuevo proyecto teatral fue en tiempos remotos lugar de descanso, rezos y trabajos profesionales de las prostitutas que hacían la calle en las proximidades. Mientras que los entusiastas actores hablan y discuten sobre teatro escuchan sonidos y golpes, o sufren de desapariciones y cambios de lugar de objetos. Estos sucesos son la antesala al descubrimiento de una especie de sótano de donde salen ciertas voces. El contacto con estos seres ‘de abajo’ o los marginales que visitaban antaño el almacén los transporta a una especie de dimensión extraña en la que resuenan voces que les conminan a hacer. Ellos están como abducidos por estas voces que les dicen que hagan, que no se queden en la pura palabrería, ‘que lo dicho sea‘. Y sí ellos parece que toman nota y cuando el momento de viaje dimensional finaliza y deciden cerrar ese sótano del que salían voces de olvidados, canciones del pasado que parecían olvidadas resuenan y surgen en los labios de estos dos jóvenes que sí, van a hacer teatro actual del siglo XXI pero sin obviar el pasado. Y este pasado queda subrayado con la canción que aflora a los labios de Patri cuando fija con clavos la chapa que cierra el paso a ese sótano de donde salieron voces de olvidados. La canción no es otra que “Gallo negro, gallo rojo” que hiciera en 1962 Chicho Sánchez Ferlosio, un canto anarquista contra el autoritarismo.
