En las estaciones de tren, el tiempo es lo más importante del
mundo.
Allí adquiere dimensiones distintas.
Un segundo, un minuto, una hora… es la diferencia entre
estar o no llegando a otro lugar, a otro espacio.
El tiempo hace que perdamos o no el tren de la vida.
Su impacable paso, su juicio inmisericorde, nadie escapa.
Sigues en el tren, sometido al tiempo.
Retraso,retraso,
retraso…
el tren paraliza la vida en el tiempo.
El viaje es un cambio de tiempo y espacio.
Miras por la ventanilla y sigues viendo tiempo:
tiempo en los naranjos flotantes a los lados de la via,
reventados de azar de marzo en julio;
y el tiempo de frutos en noviembre, cuando ya ha pasado por ellos dejando su huella.
tiempo incrustado en los cañaverales y enredaderas, en
las vallas, en el ambiente…
El tiempo, ajeno a sus consecuencias, va besando el aire que
traspasa, lleno de sol, los agujeros de muros derruidos entre
malezas.
El tiempo en la hierba que crece entre las piedras y nunca
tiene el mismo aspecto.
Y las fábricas abandonadas, sumidas en su decadencia, han
sucumbido ante su presencia entre hierros oxidados.
Tiempo, tiempo y tiempo silencioso mientras el tren avanza
y avanza.
También en el amor, el tiempo es eterno en la ausencia, frugal en la presencia;
y, a veces, quizá una sola vez en la vida
se congela en un instante de inmensa felicidad.
Pero existen lugares en los que el tiempo no importa o no
existe
En los cementerios el tiempo no importa.
En las flores de plástico de los cementerios, el tiempo no
importa.
En los bancos de piedra de la estación, el tiempo no importa.
En los libros el tiempo no existe.
En las fotografía el tiempo no existe. Está detenido.
Sonrisas congeladas, minutos petrificados en blanco y negro.
Y en las personas el tiempo es cruel o misericordioso.
Y solo cuando lo decide el destino, desaparece para siempre
y se convierte en eternidad para dejar de ser.
De mi libro Metamorfosis, (Chiado editorial, 2017)