Estación de Metro de Ciudad Universitaria. Seis y media de la tarde; fuera hace frío aún -a pesar del engaño del fin de semana, que nos hizo creer que se retiraba definitivamente el invierno-, no me sobra la bufanda y guardo el gorro en mi mochila. Voy camino del autobús: ya he llamado a casa para avisar de que llegaré antes de lo previsto y podré ver a Niña Pequeña justo cuando esté acabando de cenar -luego, mi exendocrino dirá que exagero y que, con el trabajo que tengo, me da tiempo a todo...
Un tropel de jóvenes recién salidos de la adolescencia se arremolina en el andén mientras se abren las puertas. La marea de primeros universitarios me mastica y amenaza con engullirme. Una, dos, tres, cinco, siete chicas se refugian en mi vagón, impidiendo el paso de otro centenar de personas que pretende entrar -y salir- por la misma puerta. Me retuerzo, recojo mi libro, busco a toda prisa el marcapáginas: imposible pasar la hoja para terminar la lectura, pues el vagón está inundado de gente.
La chica rubia de enfrente agarra su carpeta. "Farmacología", leo. Divina y estupenda, no tiene ni una gota de rímel -anoto en mi mente: fundamental el maquillaje para estudiar los fármacos- corrida, a pesar de que acabará de salir de clase. Se refugia apenas en el círculo de amigas, que comentan jocosas la última jugada de no sé qué profesor. El hombre de detrás aprovecha la aglomeración de la hora punta para arrimarse un poco más a ella, aunque la muchacha simula no darse cuenta; él me mira, me ve: sabe que me he dado cuenta. El vagón frena, el hombre se acerca un poco más, descuidadamente. Las chicas sonríen. Universidad.
Cuento rápidamente los segundos que quedan para la siguiente estación. Moncloa. El chico que tengo delante, su mochila apenas a dos milímetros de mi cara, intenta dejar espacio para pasar. Las universitarias se despiden incluso antes de salir: la marea les arrastrará de cualquier forma. "Te veo mañana, chiqui, tengo que enseñarte..." Me repito dos veces que en cuanto llegue a la salida debo llamar a mi amiga, la que se ha quedado embarazada hace poco, para felicitarle.
Uno, dos, tres. Pitido de la puerta. No ando: me empujan, me llevan casi en volandas, una marea invisible y ondulante me transporta -teletransporta- a las escaleras mecánicas. Me acuerdo de que hoy Niña Pequeña tenía un premio por haber terminado la hoja de fichas; me acerco a un quiosco y le compro un chocolate para mañana. Miro el reloj: tengo suerte y puedo coger el autobús antes de los previsto. Frío. Bufanda y gorro. Tal vez me dé tiempo a preparar algo del colegio antes de cenar.