Todos los mexicanos cuando se llevan a cabo los procesos electorales impregnamos su desarrollo de grandes esperanzas, de proyectos, de optimismo. No dejamos de soñar e imaginar en una nueva forma de dirección del país en donde se dé absoluta preferencia al interés mayoritario en detrimento del individual. Y en donde la decisión por supuesto que tenga referente en el primer mandatario de la nación pero con el color de la gran mayoría de los mexicanos materializada en la Constitución de la República.
Esto significa que el Presidente de la República debe abstenerse de hacer actos fuera de la Constitución General ante la que juro el inicio de su mandato; que debe procurar la implementación de la mejor estrategia, sin falsas consultas, asumiendo la responsabilidad de posibles fallas, pero minimizándolas con una amplia convocatoria a los contrarios, no sus enemigos, a los cuales debe escuchar y tomar lo más positivo, no solo porque es sano sino porque son parte importante de la nación.
Si bien el centralismo se ha dado durante toda nuestra historia, buen porque se considere el mejor sistema, o porque se justifique que ante el caos es la única opción de gobernar, lo cierto es que la suma de todos los mexicanos creen en la democracia, esa cuyos mandatos derivan de su ejercicio; esa que señala que todas las conductas deben estar apegadas a la ética, a los valores esenciales de nuestra república, con estricto apego a las normas fundamentales para crear un verdadero Estado de derecho.
Un México de esta naturaleza no admite la supeditación de los poderes del Estado, cada uno tiene su papel, no solo en el ámbito del gobierno central, sino en el concierto federal en el que participan las entidades federativas y los municipios, las organizaciones privadas y las sociales. Toda ley tiene un costo en su decisión y en su aplicación, y lo menos que se debe pensar es en trasladar los costos a toda la sociedad mexicana, particularmente a los más desprotegidos, a ese sector de la población a la que le regalamos dinero público en aras de compensar los desequilibrios económicos y, ante malas decisiones legislativas, el recurso que se les entrega lejos de ser un motor se convierte en tan solo una compensación ante la desigualdad.
Los mexicanos no queremos que las intervenciones públicas se conviertan en muestras de una constante disputa entre los grupos de poder, y esto lo mencionamos porque no es una estrategia nueva para legitimar nuestras acciones y la lentitud de las políticas y la tardía aparición de resultados que se ofertaron en campaña de rápido cumplimiento.
La historiografía mexicana nos enseña que la imagen de los contrarios, esa que muestra a los triunfadores desacreditando a sus oponentes fue utilizada muy hábilmente para justificar la dictadura de Porfirio Díaz como una concentración necesaria para superar el caos que de todos los gobernantes que le habían antecedido. Y ahora es utilizada por los gobernantes populistas, particularmente en Venezuela y Bolivia.
Lo que demandamos es un gobierno que deje de sembrar odio, que deje de mencionar a los opositores como los detractores de su falta de resultados. Y en cambio, se someta a proceso previa denuncia e investigación, a quien haya infringido la ley para su beneficio personal o de grupo, y se dedique a gobernar para los mexicanos y con los mexicanos.