Con enorme agradecimiento numerosos españoles homenajean estos días, en la figura de su hijo Cuauhtémoc, al general Lázaro Cárdenas, el presidente mexicano que le abrió las puertas de su país a unos 25.000 españoles, exiliados de la guerra civil.
Buena parte de aquellos huidos pertenecía a la élite intelectual de la República. El propio Cárdenas decía que México habían establecido con ellos, aparte de relaciones fraternales, un acuerdo de quid pro quo, de beneficio mutuo.
Presidente desde 1934 hasta 1940, Cárdenas siguió influyendo hasta su muerte, en 1970, para proteger a los españoles y orientar la política de su país en el antifranquismo.
Los exiliados respondieron con creces a esa hospitalidad: mejoraron enormemente las universidades, la medicina, las ciencias y las artes del país, empeñado en rechazar la influencia estadounidense y forjar su propia personalidad mestiza, herencia de nativos y de españoles.
Durante su presidencia Cárdenas había ejecutado una amplia reforma agraria, nacionalizado las materias primas y, en general, contribuido a crear un México autosuficiente y orgulloso de si mismo ente el resto del mundo.
Pero a la vez había incrementado espectacularmente la poderosa burocracia al servicio del omnipresente PRI, Partido Revolucionario (sic) Institucional, cuya voraz corrupción se comía los avances sociales que se iban alcanzando.
Aquellos españoles, por lo general liberales y socialistas, llegados a México huyendo del fascismo, aunque también del Partido Comunista que reptaba y mataba para apoderarse de las propias filas republicanas, se integraron en su nuevo país y callaron ante su degradante deriva.
Ninguno denunció la corrupción mexicana, que degeneró hacia el régimen violento que perpetraba matanzas, como la horrorosa de estudiantes de 1968 en la plaza de Tlatelolco, en el México D.F. Con Cárdenas todavía vivo, los agradecidos exiliados mantuvieron su pacto de silencio.