En el mundo de la Genealogía los análisis de ADN viven un auténtico boom. Y no es para menos, la genética es un complemento perfecto para nuestra genealogía documental. Hay tests para todos los bolsillos, siendo los más completos aún prohibitivos, aunque ya se vislumbra que la secuenciación completa del genoma podrá ser algo muy asequible en breve. Con toda esta información proliferan también las interpretaciones sobre nuestro origen racial y geográfico desde tiempos casi inmemoriales ¡es fantástico! Pero seamos razonables, debemos asimilar esta información y considerar hasta qué punto el ADN actual representa al de nuestros antepasados.
En un post anterior nos preguntábamos ¿Descendemos de todos nuestros antepasados? llegando a la conclusión de que en pocas generaciones se disparaba la posibilidad de no conservar ningún material genético de un antepasado concreto. Realicemos ahora el camino inverso, a partir de nuestro ADN presente sepamos qué podemos descifrar de las generaciones anteriores.
Nota: nos basamos en que el lector conoce los actuales tests de ADN que se realizan con fines genealógicos. Los hemos descrito en El ADN y nuestra genealogía (II): Aplicación práctica por lo que recomendamos que se revise si no se está familiarizado con ellos.
Pongámonos en situación. Nos encontramos en el presente y acabamos de recibir un exhaustivo análisis de nuestros 23 pares de cromosomas y del ADN mitocondrial. Visualicemos el camino que ha seguido este material genético:
Desde nuestra posición en el árbol genealógico como descendientes de todas nuestras ramas de antepasados (marcado con un recuadro negro intenso en la imagen) podemos observar que nuestro ADN llegó hasta nosotros por tres vías:
- Mitocondrial, esa pequeña pero relevante carga genética de las mitocondrias, que heredamos de nuestra vía femenina directa. Lo recibimos de ellas y sólo de ellas, sin combinación alguna. De nuestra madre, abuela materna, bisabuela materna-materna, etc.
- Autosómico, que forma el grueso de nuestro caudal genético. Constituido por 22 de nuestros 23 pares de cromosomas, en el que muchos tests incluyen también el análisis de los cromosomas X del par 23 (los que determinan el sexo, dos X en el caso de las mujeres, un solo X en el de los hombres). Este ADN es heredado en un proceso aleatorio, como si fuera una máquina de azar, cada hijo recibe aproximadamente el 50% de la genética de cada progenitor. Y así generación tras generación, lo que hace imposible de rastrear su origen (salvo que tuviéramos antepasados cercanos analizados por todo nuestro árbol)
- Cromosoma Y, sólo presente en los hombres ya que determina el sexo. En este caso se hereda por vía directa masculina, sin que intervenga ningún otro cromosoma masculino de todo nuestro árbol.
Podemos deducir que a través de las sucesivas generaciones la pérdida de material genético de nuestros antepasados es devastadora. Si nos remontamos tan solo 10 generaciones, 1.024 teóricos antepasados, es fácil deducir que habremos perdido 1.023 ADNs mitoncondriales, conservando tan solo uno. En cuanto al Autosómico conoceremos el contenido genético de nuestros 22 pares de cromosomas formado por la recombinación de otros 1.024 conjuntos de cromosomas. Y, en el caso de los hombres, también desconoceremos como eran 1.023 cromosomas Y de nuestros antepasados, todos excepto el nuestro. Tras estas 10 generaciones sólo conservamos el 0,098% del material genético. Es fácil deducir que si nos remontamos más atrás esta pérdida se dispara.
Llegados a este punto es inevitable puntualizar que aunque sea infrecuente hoy en día, siglos atrás la consanguinidad debe tenerse en cuenta. Los matrimonios entre parientes más o menos lejanos provocan una «reducción genealógica» (traducción libre del término pedigree collapse), es decir, disminuyen el número de nuestro antepasados, pero salvo contadas excepciones su efecto no es especialmente significativo. Puede servirnos de referencia el estudio del demógrafo norteamericano Kenneth Wachtel quien estimaba que en promedio una persona nacida hacia 1947 tendría unos 60.000 antepasados teóricos en el momento del Descubrimiento de América de los cuales un 95% sería realmente individuos diferentes y un 5% serían duplicidades por endogamia.
CONCLUSIONES
Vistos los diferentes mecanismos de transmisión del ADN, debemos interpretar de diferente forma los datos que nos arrojen cada uno de los análisis.
El ADN Mitocondrial es muy útil para trazar nuestra genealogía directa femenina, pero a la vez no es un representativo de nuestra herencia mitocondrial. Dicho de otra forma, es extremadamente potente mostrándonos el rastro que nos lleva a la primera Eva pero solo a través de una línea genética. Que pertenezcamos a un haplogrupo u otro mitocondrial nos define a nosotros pero en nada representa a nuestro gran abanico de antepasados.
En los hombres, al cromosoma Y le ocurre lo mismo. Es un instrumento fantástico para conocer los orígenes de nuestra rama paterna directa, salvo pequeñas mutaciones que se producen en cada generación, conservamos el mismo cromosoma que nuestro abuelo enésimo hace quinientos o mil años. Lo que nos servirá además para confirmar o descartar parientes. Pero en el examen de nuestro ADN-Y nada hallaremos de todo el resto de varones que forman parte de nuestro árbol.
El caso del ADN autósomico es diferente por su sistema de recombinación. Podemos resumir su procedencia y utilidad para identificar parientes en este gráfico:
El ADN autosómico, nuestro conjunto principal de genes, en el que hemos indicados que los laboratorios suelen incluir también los cromosomas femeninos X, es un auténtico puzzle. Procede potencialmente de cualquiera de nuestros antepasados. Por esta misma razón, no podremos atribuir a unas u otras ramas cada segmento de material genético. Sabemos que es heredado y podremos analizar, por ejemplo, si es propio de una determinada etnia, región, zona geográfica o pueblo histórico. Pero si bien el azar ha configurado nuestro actual ADN autosómico, debemos ser conscientes de que podemos tener antepasados con una genética totalmente distinta cuyo ADN no se nos ha transmitido en absoluto.
No obstante el ADN autosómico posee una peculiaridad interesante. Todo este conjunto de información nos permite comparlo con el resultado de otros análisis y determinar si hay personas que podrían ser parientes nuestros. Como una capa de cebolla que va perdiendo capas, nuestros resultados serán muy parecidos a los de los nuestros parientes más cercanos, mientras que si nos alejamos podremos seguir detectando segmentos coincidentes pero cada vez menos hasta perderse el rastro por completo. Por ejemplo, lo más habitual es que un primo tercero probablemente no presente ya coincidencias significativas con nosotros. En todo caso, estaremos hablando de que nuestra amalgama genética actual pueda coincidir con el de otra persona, pero no nos va a servir para determinar la procedencia remota (más allá de que nos demuestra la existencia de un determinado pariente común).
En definiva, el ADN actual es un apasionante legado de nuestros antepasados que nos dice cual es nuestro presente genético. Procedente muchas de las ramas de ancestros que nos precedieron pero no esperemos que nos tracen un mapa completo. Nuestra genética actual es una pequeña muestra aleatoria de un conjunto mucho mayor. Aún así, es una herramienta potentísima para confirmar parentescos cercanos y también para probar dos líneas concretas de sucesión, a través del ADN mitocondrial y/o cromosoma Y.
Los análisis seguirán evolucionando y la llegada de las secuenciaciones genéticas completas y el crecimiento exponencial de las bases de datos genéticas por todo el planeta aportarán aún más valor al conocimiento de nuestro ADN y a su utilidad para descubrir nuestros orígenes y vínculos genealógicos ancestrales.
Antonio Alfaro de Prado
La entrada Mi ADN ¿representa al de mis antepasados? apareció primero en Manual de Genealogía.