Abrí la doble puerta del armario, y allí, delante de las toallas, estaba el aleph. Flotaba ingrávido como una pompa de jabón, irisado, satinado y perfecto. Acerqué el dedo para tocarlo, pero temí alterar su naturaleza y retiré la mano.
Di un paso atrás para contemplarlo mejor, pero en seguida las imágenes que contenía —o que generaba a cada instante, no lo sé— hicieron que perdiera de vista la esfera en sí y sólo pudiera concentrarme en el espectáculo imposible que me ofrecía.
Allí, en aquel orbe maravilloso, pude verlo todo, lo accesible y lo inaccesible. Pude ver las nubes en movimiento y las gotas de agua que contenían; los mares calmos y los bravos y un volcán en erupción; pude ver la primera casa en la que viví y la última en la que viviré; pude ver a mi madre consolándome lágrimas infantiles; pude ver las muñecas con las que jugué y mi próximo viaje a París; pude ver un prado verde blanco de margaritas, y una locomotora de vapor; los rascacielos luminosos de Tokio y a un hombre que fumaba a escondidas en el baño de un hospital; pude ver un iglú y un molino de viento y un faro en el mar, y pude ver las auroras boreales.
Pude ver a las mujeres con miriñaque paseando por Regent Street y la nebulosa marca que un cuadro desaparecido había dejado en una pared; pude verme dormida y pude ver el sueño que estaba soñando; pude ver la huella humana en la luna, y en el fondo de una mina negra, el brillo de un diamante; pude ver melodías y flores; pájaros y libros; pude ver un cementerio olvidado y una rosa aún viva sobre una lápida; pude ver a mi primer amor besando a su primer amor; y a Dickens visitando a Poe; pude ver rocas ingentes en mitad de un bosque y una hormiga que cargaba una hoja de eucalipto; pude ver una batalla de espadas y a un niño que brillaba delante de un árbol de Navidad; y pude verte a ti y a mí viéndote a ti.
Y al poder verlo todo me sentí suprema y me sentí minúscula, y después lloré porque ya no me quedaba nada con lo que soñar.
*Inspirado por "El aleph", de J. L. Borges.