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Mi amigo Horacio

Publicado el 28 diciembre 2014 por Anxo @anxocarracedo

HoracioHoy he vuelto a recordar a Horacio. Ha sido igual que siempre. Primero la calidez que se siente en la proximidad del amigo que en todo va un paso por delante, la agradable sensación de seguridad que otorga el saber que se cuenta con una guía, un refugio, alguien que te ofrecerá la mitad de su colchón cuando no tengas donde pasar la noche. Luego, el recuerdo grasiento de los menús de estudiante, de las largas horas de trabajo compartidas, las discusiones que se prolongaban durante toda la madrugada y las reconciliaciones bien regadas de alcohol que sucedían a los agrios desencuentros a que nos conducían nuestras dos pasiones compartidas: la Semiótica y el boxeo. Entre Horacio y yo un par de tragos eran el lubricante ideal para evitar que la fricción de los egos elevara la temperatura más allá de la tolerancia de los materiales de la camaradería. Finalmente, una rápida caída hasta el hecho indudable de la ausencia del amigo, la certeza de haberlo traicionado y el hundimiento por debajo de la línea de la realidad, hacia las simas de la culpa y el remordimiento. Hoy he vuelto a sentirme responsable de la ausencia de Horacio.

Le he recordado y he tenido que sujetarme la cabeza con las dos manos. He clavado los codos en el escritorio y he gritado un gran no sin dejarlo escapar, reteniéndolo en la garganta ardiente. He tenido que cerrar los ojos con todas mis fuerzas, presionar los parietales y esperar a que un par de lágrimas acabaran de recorrer las mejillas antes de poder tragarme el gran no, con los músculos de la laringe en el límite de su resistencia. Entonces me he retirado agotado a la pequeña silla calzadora que he instalado en el despacho para dignificar la estancia con el prestigio de una pieza de anticuario, me he servido un brandy y he resuelto saldar mi deuda.

El detonante ha sido una noticia suelta en la edición en castellano de Top Rank acerca de un homenaje a Pantera Rodríguez. Me sorprendió que alguien se acordara a estas alturas de un púgil que, pese a haber sido excepcional, murió sin apenas reconocimiento. Entonces me asaltó el recuerdo de Horacio en aquella tienda de campaña en la que luchábamos desesperadamente contra el frío, contando cómo Pantera se ejercitaba en el Palacio de los Deportes, lanzando jabs al aire, mientras él hacía series de velocidad bajo la supervisión de Tasende, su entrenador. A Horacio le brillaban los ojos cuando contaba que el boxeador hacía honor a su apodo botando sobre la línea exterior de la calle cuatro de la desgastada pista de tartán, desplazándose como una sombra solitaria, golpeando el aire con la elasticidad de un felino, y cerró la anécdota con una carcajada al recordar la bravuconada de Tasende: “Con ese me meto yo en el ring y no me toca la cara”. A modo de epílogo, aclaró que por aquella época él no sabía que su entrenador había ayudado a Pantera a prepararse para algunos de sus combates decisivos.

Lo de la travesía por la sierra en pleno invierno fue idea de Horacio, como todo lo relacionado con aquel seminario. Yo apenas le eché una mano con la organización, pero ni siquiera conseguí cumplir su encargo de persuadir al doctor Herrentanz de que dejara por una semana a sus alumnos de Leipzig para unirse a nosotros en el Parador Nacional de Gredos. Horacio estaba convencido de que mi buena relación con el alemán, sumada al planteamiento del cursillo y al estupendo marco elegido para la ocasión, sería suficiente para arrancar al brillante y esquivo sajón de su poltrona. Pese a todo, no hubo manera. Al saber que no vendría, Horacio pensó en cambiar el título, pero finalmente decidió que no merecía la pena modificarlo y el seminario salió adelante bajo el epígrafe previsto: “La aldea locuaz: el colapso de Facebook y la construcción del consenso simbólico en la sociedad post-megustacrática”.

El caso es que, sin Herrentanz pero con una excelente nómina internacional de especialistas, al cabo de cuatro sesiones los debates estaban resultando decepcionantes. A Horacio, en uno de esos arranques de rebeldía contra el fracaso que tan bien definían su carácter, se le ocurrió entonces que lo que necesitábamos para estimular las mentes era una travesía de dos días por la sierra. “Una convivencia radical de cuerpos y almas en beneficio del conocimiento”, tal como él la definió. El tiempo era gélido, pero la previsión meteorológica anunciaba 48 horas de viento en calma y cielos despejados, ideal para la ejecución del proyecto. De los nueve participantes en el seminario, siete accedimos a tomar parte en la expedición. Junto a  mí mismo y a Horacio formaron el grupo los doctores Ignatius Al-Rehoum y Olga Feijelman, de la Universidad de Nuevo México; el doctor Marcus Wagenknecht, de la Universidad de Montpellier 2; la doctora Gabriela Miranda do Valle, de la Universidad Federal do Mato Grosso do Sul, y Cecilia Materazzi, entonces profesora ayudante en la Universidad de Bolonia y actualmente mi esposa. Ninguno de nosotros tenía experiencia en montaña.

Partimos antes del amanecer de la víspera de Inocentes. Al poco de emprender la marcha yo empecé a pensar que íbamos mal equipados, pero no me atreví a comentarlo. A mitad de la jornada una espesa niebla lo cubrió todo. Intentamos dar la vuelta pero pronto tuvimos que rendirnos a la evidencia de que estábamos perdidos. Horacio parecía el único que no era consciente de la peligrosa situación en que nos hallábamos. Discutimos. Wagenknecht blasfemó. Con intención conciliadora, Miranda do Valle citó a Heidegger en portugués, no recuerdo la frase, pero Feijelman se lo tomó como una ligereza y demostró la imposibilidad de traducir el pensamiento del filósofo a una lengua latina sin pérdidas irreparables de rigor conceptual. Las dos profesoras estuvieron a punto de llegar a las manos.

Finalmente, nos preparamos para pasar la noche. Aunque montamos las dos tiendas, Al-Rehoum nos convenció de que para combatir el frío lo mejor era refugiamos todos en la más grande, que tenía una capacidad teórica de seis plazas pero que a la hora de la verdad solo ofrecía confort para cinco adultos. Siete era un número sin duda excesivo. Con todos dentro y metidos cada uno en su saco, intentando desesperadamente entrar en calor, Horacio empezó a contar anécdotas de su adolescencia, cuando repartía sus esfuerzos entre el bachillerato y el atletismo, la época en que llegó a ser una verdadera promesa del medio fondo. Habló de las viejas instalaciones del Palacio de los Deportes, de su entrenador, de la juguetona camaradería que reinaba en el grupo de lanzadores, dirigido por Fernández, otro mito del atletismo local, de la misma generación que Tasende. Nos contó cómo espiaba los entrenamientos en solitario de Pantera, que esperaba un rival que se atreviera a desafiarle por el título nacional de los Grandes Pesos. Luego pasó a las anéctotas de su primera estancia en Londres como estudiante universitario: sus dificultades con el idioma, su desesperación ante la imposibilidad de llegar a tiempo a las citas a causa de las suspensiones del servicio de metro, tan frecuentes por aquellos años, su pérdida de la virginidad en una fiesta acid house a la que acudió con una botella de vino tinto. Horacio ara así… Durante unas horas consiguió que nos olvidáramos, si no del frío, al menos del miedo. Pero los pies no acababan de calentarse y el sueño empezaba a vencernos, así que cada uno buscó como pudo la postura para tratar de dormir. Horacio fue el único que no logró hacerse hueco para acostarse y, presa de una agitación cada vez más manifiesta, empezó a exponer la crítica a la teoría de la producción de signos de su maestro y mentor, Umberto Eco, que había preparado especialmente para el seminario. Su actitud nos pareció a todos fuera de lugar y, al cabo de unos minutos, francamente molesta, y así se lo hicimos ver. Apretados los unos contra los otros, dedicábamos el cien por cien de nuestras fuerzas a conservar el calor corporal. Tal vez decepcionado por nuestra actitud, tal vez incómodo por no tener sitio para acostarse, Horacio salió de la tienda.

Nunca en mi vida he pasado tanto frío como esa noche. Pese a todo, pegado al joven cuerpo de Cecilia me sumí en un estado de duermevela. Recuerdo haber tenido sueños extraños. En uno de ellos, me enfrentaba a un tribunal de oposición que me era descaradamente hostil y que me humillaba señalando repertorios bibliográficos que negligentemente había dejado de consultar. El tribunal estaba presidido por Pantera Rodríguez y el resto eran cabras montesas vestidas con togas. Recuerdo también haber oído ruidos en el exterior. Un forcejeo con las cremalleras de la tienda, una súplica inarticulada y un susurro feroz: “It’s fucking freezing. Don’t let him in!”. A continuación, una queja y el silbido de la ventisca, que ya no cesaría en toda la noche.

“No le dejéis entrar”. A lo largo de todos estos años he tratado de convencerme de que solo en mis sueños oí esas palabras. A lo largo de todo este tiempo he intentando alejar de mi mente la noción de que, junto a Cecilia y los otros cuatro profesores, impedí a Horacio entrar en el único refugio donde era posible sobrevivir al atroz frío de aquella noche. He dado vueltas hasta la obsesión a la idea de que, si fue cierto que entre todos le negamos la entrada, no actuamos movidos por el egoísmo, sino por un legítimo afán de supervivencia.

Por la mañana, la niebla había desaparecido, el viento estaba en calma y lucía un sol radiante. Fui el primero en despertarme. Me dirigí a la tienda pequeña y allí, junto al material de la expedición, encontré a mi amigo Horacio envuelto en su saco de dormir. Tenía la cara azulada, con un cerco de hielo sobre los labios y los ojos abiertos. A su lado encontré una de esas pequeñas libretas de espiral que siempre llevaba en algún bolsillo. Arranqué la única hoja que estaba escrita y me la guardé antes de avisar a los demás.

Pese a que, con el consentimiento de sus herederos, he tomado a mi cargo la revisión del legado intelectual de Horacio -próximamente publicaré los cursos que impartió en UCLA y tres ensayos que dejó prácticamente terminados-, nunca hasta hoy me había atrevido a dar a la luz el contenido de la hojita cuadriculada que arranqué de su libreta. Después de haber revisado a fondo sus papeles, puedo asegurar que es la única obra en verso que escribió el gran semiólogo. Igualmente insólito en Horacio es el tono melancólico que rezuma el escrito. No es pretensión por mi parte asegurar que conocí bien el carácter de mi amigo, y puedo garantizar que la melancolía no se contaba entre las materias primas de su ánimo. Pienso por ello que Horacio fue consciente de que, en la soledad de aquella pequeña tienda de campaña, perdido en el invierno implacable de Gredos, separado de sus compañeros de partida, estaba viviendo las últimas horas de su existencia. Creo que fue esa certeza lo que hizo que se sintiera autorizado a teñir con una pátina de añoranza los difusos recuerdos que exhaló con su último suspiro. Por lo demás, mis esfuerzos para averiguar la identidad de las personas aludidas en el poema han sido vanos. Al transcribir literalmente el contenido de la hoja de su postrer cuaderno no busco ahogar la voz de mi conciencia, pues sé que ello es imposible, pretendo simplemente pagar, aunque sea sin intereses de demora, una deuda de lealtad a mi inolvidable amigo Horacio Belmonte-Berg.

Memorial de inquisiciones

En aquella época
yo tenía la barba negra
y los ojos no me dejaban
ver la barba

en aquella época
mis vecinas tenían las tetas tristes
como platos de polenta tibia
y yo caminaba
con cuchillos en los ojos

en aquella época
los chaperos del parque
me saludaban con la punta de los dedos
y la mujer del quiosco
me contaba noticias

la del notario cocainómano
y el trapecista ciego

que no cabían en las secciones
de sucesos

en aquella época
yo salía a la calle sin palomas
y en tus manos se hacía febrero
mientras las maletas del I.R.A.
pedían silencio

would you please?

a las roncas guitarras
en el metro

en aquella época
yo huía de las palomas
y preguntaba
a las azules manos del invierno
cuántas veces ha de decir un hombre
lo siento
antes de saber
que camina
con cuchillos en los ojos

en aquella época

la del notario cocainómano
las palomas miserables
y el trapecista ciego

llevabas las respuestas
en el pelo.

Sierra de Gredos, 28 de diciembre de 2016.


Mi amigo Horacio
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